En una obra de arte (por ejemplo en la pintura) los matices son como los pequeños detalles. Nos permiten distinguir las distintas pinceladas, así como la amalgama de colores y sus combinaciones. Todos hemos estudiado en el colegio que, dependiendo de cómo se combinen los tres colores primarios, se pueden conseguir gran variedad de colores. Además, si a estos les añadimos los extremos del negro y/o el blanco –tan denostados a veces–, podremos conseguir todos los colores posibles.

En muchos de los comentarios que hacemos a diario también pueden existir gran variedad de matices (eso por no entrar en la limitación de 150 caracteres donde se espetan cotidianamente opiniones «a brocha gorda»). Pero también es cierto que hay cosas que son o blancas o negras, sin matices ni matizaciones.

El hecho de que Jesús murió y resucitó de entre los muertos por ti, no se puede matizar, ni edulcorar, ni desgranar en detalles superfluos. Es una de esas realidades en las que se cumple aquello que dice un amigo: «eso es así».

Ante esto, me pregunto ¿qué es lo que nos está pasando que, en nuestro contexto de libertad de opinión, hemos virado de tal manera que hemos pasado de que toda opinión es válida hasta el punto de haber ocultado la Verdad entre tantos matices y detalles? ¿No nos habremos vuelto cada vez más esclavos de la opinión pública y de la imagen de la institución, cuando sabemos que estamos llamados a proponer un camino de esperanza salvífica que se basa en una Verdad?

En estas semanas hasta la Pascua, los evangelios nos muestran a un Jesús que asumió el riesgo de ser responsable de sus hechos y de sus palabras. Se relacionó, habló, tocó y curó a intocables, despreciables y pecadores, dignificándolos y humanizándolos (a la vez que se buscaba muchos problemas). Todo ello implicó su muerte, sin matices. Siendo la luz, experimentó la oscuridad más profunda por todos, también por ti. Sin duda éste es el matiz o el detalle de este cuadro en el que deberíamos fijar nuestra atención en esta Cuaresma.

 

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