Nuestra fe se apoya (por no decir que necesita) de símbolos, por eso tiene una dimensión simbólica. En cierto modo, la liturgia es el espacio en el que lo invisible se hace visible. Los gestos, las palabras, los colores y hasta los materiales que rodean nuestras celebraciones son los medios visibles para que la gracia (invisible), ese no sé qué como glosaba san Juan de la Cruz, sea perceptible para nosotros.

Dios se sirve de la realidad por Él creada para manifestarse y para darse. Y del mismo modo que se nos manifiesta en personas y situaciones, mucho de Dios se nos transmite a través de lo sensible: de lo que vemos, tocamos y hasta olemos. Por ello, la celebración de la Iglesia se sirve de tantos recursos (los colores litúrgicos, el olor del incienso, la luz del cirio…) para que, a través de los sentidos, nos asomemos a lo inefable.

Después de una Cuaresma llena de símbolos (la ceniza, el ayuno, el color morado…) entramos en la Pascua con la luz del Cirio Pascual y el color blanco que nos envolverá durante las próximas semanas.

El blanco es un color muy presente en la Escritura, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. Se compara al blanco de la lana o de la nieve, un blanco brillante, refulgente. Es el color del maná con el que Dios alimentó a Israel en el desierto (Ex 16, 31), el color de aquel que ve lavado su pecado (Is 1, 18), el color de la túnica de Jesús transfigurado (Mt 17,2) y de las ropas de los buenos y santos (Ap 19, 8). El blanco expresa, pues, la purificación del corazón, el paso de lo divino y el carácter de lo santo.

El tiempo pascual, al rodearnos con el color blanco, busca, precisamente, ayudarnos a vivir todo eso. A que celebremos la resurrección de Jesús, como las mujeres y los discípulos que le descubrieron vivo en medio de ellos. A participar de su vida nueva y reconciliada, después del tiempo de conversión que ofrece la cuaresma. Y a caminar hacia una vida santa, impulsada por su Espíritu, que vendrá con fuerza en Pentecostés.

 

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