Hay hoy en día en algunos sectores de nuestra sociedad europea la tentación de mezclar nacionalismo, catolicismo y xenofobia, y lo vemos con frecuencia cada vez mayor en las redes sociales. La semana pasada, era un vídeo de una activista polaca el que se hacía viral.

Como suele suceder, la realidad es demasiado compleja como para someterse a reduccionismo alguno, y las cosas rara vez suelen ser blancas o negras –para desgracia de los maniqueos–. Es así que en los discursos populistas suelen mezclarse verdades y mentiras, elementos profanos y religiosos, ideales nobles y planteamientos verdaderamente ruines, necesidades apremiantes y fantasmagorías. Esta es una de las razones por las cuales sus planteamientos pueden resultar muy atractivos para una parte no pequeña de la población.

En este breve artículo quiero centrar mi atención en el factor religioso. A los creyentes este tipo de discursos nos presenta una de las tentaciones más antiguas: la «domesticación de Dios». En efecto, debemos estar alerta contra todo intento de confundir la fe católica con el nacionalismo aderezado con cristianismo. Para este último, Jesús es un pretexto –lo mismo daría que fuera Zeus u Odín– para vertebrar un discurso excluyente, cimentado en el odio al distinto. Nada más lejos del verdadero cristianismo. Al final, Dios queda reducido a mero instrumento al servicio de la ideología.

Hay quien podría objetar afirmando que es un deber cristiano amar a la patria y que la caridad comienza con el prójimo. En modo alguno lo niego. La caridad empieza con el prójimo, por supuesto, y se deben gestionar los recursos comunes con cabeza, buscando la construcción de una sociedad mejor, pero eso no nos puede llevar a confundir nacionalismo excluyente con patriotismo ni catolicismo con un híbrido al servicio de ideologías, ni la doctrina social con discursos filonazis. Es cierto que nunca se ha dado un cristianismo químicamente puro, sin asiento en comunidades y pueblos, colgado en los limpios cielos de la abstracción. Contra toda suerte de gnosticismo, afirmamos que la fe se encarna en contextos concretos, no abstractos, pero debemos evitar el peligro de absolutizar dichos contextos. De lo contrario, no hubiera existido apertura del Evangelio a los gentiles (recordemos las corrientes judaizantes de iglesia jerosolimitana), ni se hubiera producido un trasvase de conceptos a la filosofía griega, lo que dio lugar a una constelación simbólica de gran riqueza que permitió difundir la fe por todo el Imperio.

Entonces, ¿qué responder al vídeo? Dejemos que un insigne polaco, san Juan Pablo II, nos aporte luz sobre esta cuestión:

«En este contexto es necesario aclarar la divergencia esencial entre una forma peligrosa de nacionalismo, que predica el desprecio por las otras naciones o culturas, y el patriotismo, que es, en cambio, el justo amor por el propio país de origen.
Un verdadero patriotismo nunca trata de promover el bien de la propia nación en perjuicio de otras. En efecto, esto terminaría por acarrear daño también a la propia nación, produciendo efectos perniciosos tanto para el agresor como para la víctima.
El nacionalismo, especialmente en sus expresiones más radicales, se opone por tanto al verdadero patriotismo, y hoy debemos empeñarnos en hacer que el nacionalismo exacerbado no continúe proponiendo con formas nuevas las aberraciones del totalitarismo».
[Discurso a la quincuagésima Asamblea General de las Naciones Unidas, Nueva York, 5 de octubre de 1995]

Como también nos recordó san Juan Pablo II, el nacionalismo es una suerte de paganismo, porque absolutiza a la nación elevándola a la categoría de dios, hiriendo de muerte a la verdadera fe cristiana. A los creyentes no se nos puede olvidar que solo Dios es el Absoluto.

Me gustaría acabar con unas palabras de otro polaco, san Maximiliano Kolbe, que dio su vida para salvar a otro preso en Auschwitz en un mes de agosto de 1941:

«El odio no es una fuerza creativa, lo es solo el amor».

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