Hace unos meses visité la casa-museo de Joaquín Sorolla. Coincidió que durante aquellos días había una exposición fotográfica titulada Poéticas de una casa que reflexionaba sobre la diferencia entre los museos tradicionales y aquellos que habían transformado la casa del artista en museo.

En un panel explicativo, al comienzo del recorrido, se señalaba que la casa de Sorolla fue un proyecto de vida levantado por toda una familia y representaba muchas cosas al mismo tiempo: «refugio de la intimidad familiar, lugar de sociabilidad pública, taller de trabajo, galería expositiva, gabinete de coleccionista, edén en la ciudad… el universo del artista, su cosmos personal», indicaba el cartel.

A continuación, se invitaba a dar un paseo por la casa, por su estancias y espacios, por sus obras y sus objetos, con el objeto de penetrar en aquel pequeño cosmos y conocer mejor al pintor. «Son múltiples los pequeños detalles de la casa, son multitud los objetos, los cuadros, las esculturas, los recuerdos, los acontecimientos… la casa tiene alma», rezaba otro panel explicativo.

Al final del recorrido se concluía que, al contrario que en un museo al uso, donde la sala de exposición se compone de un espacio frontal neutro, en el que se cuelgan obras de arte para ser contempladas, en una casa-museo «la sala de exposición se convierte en un espacio habitado, un espacio cargado de significación que envuelve al visitante».

La idea de «un espacio habitado cargado de significación» me acompañó durante varios días. Y me llevó a preguntarme sobre el modo como habitamos el mundo y la forma como nos relacionamos entre las personas y con el resto de los seres creados. También me llevó a preguntarme por la forma como imaginamos la Iglesia, la casa de los cristianos.

Para unos, la Iglesia se ha convertido en una especie de museo, en un lugar que remite al pasado, un espacio donde el arte y la historia se encuentran, pero donde ya no hay vida porque ha dejado de ser significativo y de estar habitado. Para otros, se ha convertido más bien en un hotel o en un lugar de paso, un edificio en el que se ofrecen servicios pastorales –bautizos, comuniones, bodas y funerales– que se solicitan en momentos puntuales de la vida, pero que ha dejado también de estar habitado. En ambos casos la Iglesia ya no es un «espacio habitado cargado de significación», y ha pasado a convertirse en una mera estación de servicio, un lugar de paso.

La Iglesia, sin embargo, está llamada a ser mucho más que un museo, un hotel o una estación de servicio; está llamada a ser casa habitada, hogar cargado de historia y de significación. Por eso tiene algo en común con las casas-museos. En ambos casos el espacio y los objetos irradian memoria y recuerdos; en todos ellos laten con fuerza las historias del pasado. Pero, aunque la historia irradie una poderosa influencia en la vida de la Iglesia, en muchas comunidades cristianas hay presente y el futuro permanece abierto. En esos casos, la Iglesia es refugio de la intimidad personal y familiar en momentos de desolación, lugar de encuentro y sociabilidad comunitaria, espacio de creatividad artística, edén en medio del ajetreo de la vida, pequeño cosmos en el que cada uno tiene reservada una morada.

Los cristianos estamos llamados a hacer de la Iglesia nuestra casa, y de nuestra casa una Iglesia (la ecclesia domus que decían los latinos). No caigamos en la tentación de convertir la Iglesia en un museo o en un hotel. Transformémosla en un hogar habitable para todos. Esa es la vocación a la que estamos llamados.

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