La cosa es sencilla. La Iglesia es la comunidad de los seguidores de Jesús, comunidad encarnada al servicio del Reino. Para ello, la Iglesia vive de los valores de Jesús, se alimenta de su cuerpo, comparte sus opciones, vibra con sus sueños, sintoniza con su Corazón. Pero, ¿cómo es ese corazón de Jesús? Si hubiera que quedarse con una única palabra, diría que es un corazón misericordioso. Es decir, un corazón cercano, compasivo, amigable, servicial, atento, entrañable. La misma etimología latina de la palabra nos puede ayudar. 

Miseri-cordia significa “corazón-en-la-miseria”. O sea, en sentido estricto, ser misericordioso supone poner el corazón en las miserias humanas de cada persona, en la miseria humana global. Es vibrar ante el sufrimiento, estremecerse, desgarrarse, sufrir, gritar, pelear contra esa misma miseria. Optar por los pobres y contra la pobreza. Todo ello forma parte del paisaje cotidiano que vivimos como Iglesia. Constituye nuestra misma entraña, lo que mejor expresa qué es la Iglesia porque transparenta (aunque sea con grandes limitaciones) el mismo corazón de Jesús, la misma entraña de Dios Padre.

Al decir esto, pienso en las nueve familias que fueron desalojadas de sus casas demolidas en la Cañada Real Galiana de Madrid; en los 37 jóvenes bangladeshíes que, después de meses de lucha en Ceuta, lograron finalmente pasar a la península para poder rehacer aquí su vida; en la muchacha toxicómana que, cuando decidió dejar de ejercer la prostitución, no tenía un hogar donde vivir ni se veía con fuerzas ni apoyos suficientes para sostener su decisión. En esos casos, y en muchos otros, he podido constatar la respuesta de la Iglesia, encarnada en personas y comunidades concretas. Se trata de una respuesta cercana, atenta, servicial, gratuita. Una respuesta que muestra que somos una Iglesia con entrañas de misericordia.

O, mejor, que las entrañas de la Iglesia están hechas de misericordia encarnada.Pero aún hay más. Estoy convencido de que estas entrañas de misericordia no bastan para describir lo que es y lo que debe ser nuestra Iglesia. Hace falta también desarrollar una cierta “musculatura de misericordia”. Es decir, estamos llamados a cultivar no sólo la ternura de la acogida, sino también la fortaleza para acoger. Y, junto a ello, necesitamos creatividad, estructura organizativa, esfuerzo sostenido, tejido articulado… y otros rasgos que nos permiten ser una comunidad tiernamente eficaz al servicio de las personas que sufren. Una Iglesia con entrañas y musculatura de misericordia. La cosa es sencilla y, a la vez, compleja.

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