Hasta cuando estoy más gris sé que hay algunas personas con las que, si me junto y empezamos a cantar, estoy en casa.
Hay pocas cosas que tengo claras realmente (con los años, seguramente son cada vez más… o eso creo, inocente de mí). Una de ellas es cuál es mi mejor forma de expresión, aquella que me permite con más comodidad conectar con lo que siento, con lo que soy, y dejarlo salir. Y me sirve para expresarme cuando me siento bien, conforme conmigo, con lo que hago, con cuál de las mujeres que llevo acopladas y que me conforman soy en ese momento. No podría vivir sin música, sin cantar…
A todos nos pasa. Hay canciones que tienen la facultad de cambiarnos el ánimo: algunas a las que nos aferramos para sentarnos en una piedra y llorar en nuestra mejor versión de Calimero (los más jóvenes, seguro que encontráis referencia en las redes…), o las que consiguen que nos comamos el mundo cuando nos hemos levantado con el pie izquierdo y el día completamente gris.
Pues bien. Hay personas que tienen ese mismo efecto. Seguramente es un efecto que se suma. Me explico: gente que te sabe leer el ánimo incluso cuando escribes un simple WhatsApp intentando disimular lo echa polvo que estás, intentando no dar muestras. O que interpreta perfectamente tus silencios y hasta tus ausencias. Gente que te traduce en palabras lo que necesitas cantar, porque te conoce bien (es lo que tiene no saber componer, pero sí tener amigos que lo hacen por ti, para ti…) y te dibuja perfectamente entre versos y notas.
…Y gente con la que, a veces, desesperas por juntarte, aunque solo sea para pasar una tarde, hablar de nada en especial (o de todo en particular, no importa), pero que entran hasta el fondo del alma cuando conectas la mirada mientras cantamos juntos. Esa gente, que saben ser refugio en lo bueno y en lo malo, con presencia, a veces con silencio, como las buenas canciones que definen nuestra vida.