«Cuando se mira al espejo, ¿usted qué ve?» le soltó a bocajarro el entrevistador al presidente del Gobierno. Lo de menos es la respuesta, no se trata ahora de hacer ningún análisis de la entrevista de Carlos Alsina a Pedro Sánchez en Onda Cero. Me quedo con la pregunta, la puñetera cuestión que nos desnuda a todos: cuando te miras en el espejo, ¿qué ves?
Porque todos tenemos necesariamente que confrontar la imagen que proyectamos hacia fuera (cuando nos asomamos a las ventanas del mundo para que nos aplaudan y, en el caso de los candidatos, se les vote) y la imagen que nos devuelve el azogue cuando nos miramos en la soledad del cuarto de baño recién levantados de la cama.
De la fidelidad entre ambas imágenes (la que ven los demás y la que veo yo mismo) reside, en gran parte, el bienestar emocional. Cuanto más se disocien ambos retratos, más difícil será vivir a gusto… a no ser que tengamos un problema.
Pero todavía hay otra mirada más importante. Que no es la que observan los demás ni la que me devuelve el espejo. Es la mirada de Dios: compasiva, amorosa, exigente sin atosigar, dulce, siempre concernida, tal como mira una madre. Hoy tenemos identificado el síndrome del impostor para nombrar precisamente esa divergencia entre la mirada del otro y la propia visión de la persona. Lo que nos hace falta es la mirada compasiva, llena de ternura, dispuesta siempre al abrazo, con que el buen Padre nos contempla como hijos suyos que somos. Ante ese escrutinio delicado y sutil no hace falta ni afeites ni maquillajes, no hay que meter barriga ni posar con el lado bueno: es simplemente cuestión de sentirse amado profundamente. ¡Y que se rompa el espejo!