Hace cosa de un mes empecé a hacer pública una decisión que en mi corazón hacía tiempo que ya había tomado. Cuando tienes 27 años y anuncias que vas a ser monja contemplativa (concretamente, Carmelita Descalza), las reacciones que obtienes por parte de la gente son de todo tipo y condición. Y es comprensible, porque no sólo es una opción minoritaria; además, es una decisión que comporta un estilo de vida cuyo sentido último no es fácil de entender (ni de explicar). Es una vida profundamente contracultural que tiene su encanto, pero no se descubre a la primera ni a la segunda.

Tras la noticia bomba, afortunadamente, son pocos los que se van a los extremos. Escasean los que te dicen que estás rematadamente loca y hasta te niegan la palabra, o los que creen que te ha tocado la lotería en el sorteo vocacional y te miran con envidia. La gran mayoría de gente no sabe muy bien qué decir. Se extrañan, no entienden, te fríen a preguntas, intentan averiguar dónde está la cámara oculta que confirme que todo se trata de una broma…

Es curioso porque, en muchos casos, la enredada conversación concluye con un: «bueno, mientras no hagas daño a nadie…». Parece que baste como argumento legitimador. Pero es todavía más curioso el hecho de que parece que baste para legitimar esta vida (tan rara a ojos del mundo, tan necesitada de una buena justificación), pero también para legitimar muchas otras vidas bastante más normativas. «Mientras no hagas daño a nadie, tú cásate con quien te dé la gana». «Mientras no hagas daño a nadie, tú invierte tu dinero en esto o en aquello». «Mientras no hagas daño a nadie, sé feliz haciendo no sé qué o no sé cuánto».

Es todo un detalle (sobre todo teniendo en cuenta que soy cristiana) que mi proyecto vital no implique descuartizar niños por las noches en un sótano. Pero creo que tomar decisiones –pequeñas o grandes, da igual– porque no hagan daño a nadie es poner el listón muy bajo. Vergonzosamente bajo.

Es verdad, las Carmelitas Descalzas no hacen daño a nadie. Son, de hecho, bastante inofensivas. Muchas de ellas son de edad avanzada y me cuesta horrores imaginármelas corriendo con un revólver en la mano o algo por el estilo. Pero creo que es muy triste (sobre todo cuando viene de gente que se confiesa creyente) que te digan eso de que «mientras no hagas daño a nadie, sé Carmelita Descalza».

Yo entiendo que el bien que puede hacer una monja contemplativa (que es mucho, y no tiene nada de etéreo o desencarnado, muy a pesar de lo que se podría pensar) es bastante menos evidente a primera vista que el que puede hacer un misionero que se instala en el África más profunda. Pero este bien escondido, que no tiene frutos inmediatos, que atrae solo a unas poquitas personas (la vida contemplativa nunca ha sido una opción que haya movido a las masas), debería provocar (al menos, insisto, en los creyentes) preguntas y curiosidad en lugar de una especie de relativismo y condescendencia rancia y barata.

Hemos normalizado que el «mientras no hagas daño a nadie» sea la medida de todas las cosas, la luz verde que nos permita tomar decisiones. Cualquier decisión. Pero los cristianos estamos llamados a amar, no a evitar hacer daño. El que ama, evita hacer daño, claro. Pero hace mucho más que evitar el daño.

Yo no decido ser Carmelita Descalza porque haya puesto en una balanza los pros y contras de esta decisión y, al haberse inclinado a favor y no hacer daño a nadie, me parezca que pueda ser una buena manera de pasar el resto de mis días. (De hecho, no tengo nada claro que la balanza fuera a inclinarse a favor si hiciera el experimento, sinceramente…). Yo decido ser Carmelita Descalza porque estoy convencida de que esa es la manera en la que voy a poder amar más y mejor, aunque sea complejo de entender y todavía más difícil de llevar a cabo.

Y para ti, ¿cuál es tu criterio a la hora de decidir? ¿Evitas el mal o haces el bien? Pueden parecer sinónimos, pero no lo son. En absoluto.

 

 

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