Cuando te queda menos de un mes para que tu vida dé un giro radical y lo primero que hagas cada mañana sea rezar laudes junto a tus nuevas hermanas de comunidad, hay un montón de cosas que se te pasan por la cabeza. No se puede decir que optar por ser Carmelita Descalza haya sido una decisión tomada a la ligera, pero cuando se acerca la fecha y los nervios acucian, hasta a las certezas más ciertas les das una nueva vuelta de tuerca.

Cuando los días para tu entrada en el convento casi se pueden contar con los dedos de una mano te haces especialmente consciente de todo lo que implica tu elección. No podrás casarte, ni tener hijos. Ya no volverás a tener una cuenta corriente propia, ni un coche al que poder llamar «mío». Comerás a la hora que te digan y lo que te digan. No podrás organizar viajes con tus amigos, ni escapadas de fin de semana. Adiós a ir de compras y a los festivales de verano.

Son cientos las cosas que a partir de dentro de muy poco van a ser diferentes. Y muchas a las que voy a tener que renunciar definitivamente. A cambio (aunque la expresión no sea la más acertada, porque esto no es ningún trueque), estoy convencida de que esta vida me va a dar el ciento por uno. No porque sea mejor que otras, sino porque es aquella para la que he sido creada.

Escoger ‘A’ implica no poder elegir ‘B’. Es de una lógica aplastante, aunque a veces se nos olvida y le pedimos a la vida todo el abecedario. Pero ya lo dijo santa Teresa de Jesús, que «el que quiera conseguir todo, debe renunciar a todo». O, dicho más burdamente, «el que mucho aprieta, poco abarca».

Esta vida es demasiado corta como para vivirla sin abarcarla en plenitud.

 

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