Cada vez abundan más. Mesas para uno, pequeñitas, con dos sillas. Pero ocupadas únicamente por una persona y su portátil. O su tablet, o su móvil. La escena es tan habitual que la hemos dejado de ver, pero qué triste, en realidad, que hayamos normalizado que eso es el progreso, la modernidad, la vida 3.0, la nueva normalidad.
Andrea es camarera y me cuenta que ya nadie la mira a los ojos cuando sirve la comida. Sus clientes van con cascos y no levantan la mirada de la pantalla. Aprovechan la hora de la comida para seguir la actualidad, escuchar su música favorita o ver un capítulo de la serie del momento. Aprovechar, aprovechar, aprovechar. Compulsivamente, hasta la saciedad. Hay que aprovechar el tiempo. Que no se pierda ni un minuto, ni siquiera para comer. Que no se diga de nosotros, los modernos, que no somos multitasking, que no llegamos a todo.
Dentro de nada se inventará una pastilla para no tener que perder tiempo cocinando ni comiendo. Si uno se para a pensar, invertimos muchas horas diarias en alimentarnos. ¡Qué despilfarro! ¡Si al día siguiente necesitaremos volver a comer! La verdad es que si existiera un preparado nutricionalmente equilibrado que nos solucionara la papeleta nos ahorraríamos muchísimo tiempo.
Comer tranquilamente, en familia, saboreando cada uno de los platos y disfrutando de la conversación puede parecernos hoy algo impensable; incluso irrisorio. Es algo que pasa, en el mejor de los casos, el día de Navidad (y sólo porque hay turrón y polvorones de por medio). Pero el día a día va a otro ritmo; no hay tiempo para sobremesas y fuegos lentos. Eso es de la época de nuestras abuelas, que no tenían nada mejor que hacer, pero hoy…
Pero hoy: ¿qué? ¿Qué tenemos hoy mejor que hacer? ¿A qué dedicamos todo ese tiempo que no podemos dedicar a comer sosegadamente con nuestros seres queridos?