Puede que sea uno de los signos más palpables de que estamos muy despistados últimamente. Si uno se propone llevar a cabo algo así como una suerte de estudio sociológico y entra al azar en un bar de tapas o incluso en un restaurante de mantel fino, puede tener por seguro que verá en la mayoría de las mesas cabezas gachas sobre pantallas iluminadas. Incluso en cenas ¿románticas? de novios o matrimonios. Y puede suponer que si realizara el estudio entrando en las casas, la cosa no pintaría mucho mejor.
Es curioso cómo en estos tiempos de burbuja gastronómica en los medios, con tanto programa tipo Commanderchef, no nos demos cuenta de que lo más importante en una mesa nunca son los alimentos, sino los comensales. Y en una cultura mediterránea como la nuestra, en la que tanta importancia se le ha dado a la mesa compartida, ahora casi ya no sobreviva. Ya no comemos ni cenamos juntos, aunque estemos sentados al lado. Tantas veces ni siquiera los domingos. Y cuando lo hacemos, suele ser con el móvil encima de la mesa. ¿De verdad hay tanto ministro o presidente ejecutivo que no puede desconectar nunca? ¿Que no pueda dejar el móvil guardado en silencio 45 minutos?
Se ha llegado incluso a decir que a Jesús lo mataron por la forma en que comía. Por quienes sentaba a su mesa y como lo hacía. Y yo me resisto a contemplar a Jesús sentado en la mesa sin hacer sentir a quienes la compartían con Él que aquel momento era especial, que aquello no era un mero repartirse lentejas mientras cada uno seguía a lo suyo, sino que, en el compartir mesa, compartían vida y se comprometían los unos con los otros. Y si alguno andaba despistado allí, pendiente del guachap o el instagrán, me juego una caña a que sería Judas, nunca Pedro o el discípulo amado.
Sigamos el modo de Jesús, pongamos el corazón en la mesa. Si celebramos los domingos la Mesa compartida, vivámosla a diario en la mesa conversada. Una mesa sin manteles individuales, sin móviles junto al cubierto; una mesa donde nos comprometamos unos con otros, donde charlemos y compartamos vida y bandeja. No sea que dentro de poco sea más fácil ver un lince por la Castellana que una mesa conversada. No sea que nos olvidemos de que «allí donde dos o tres compartan mesa en mi nombre, allí estoy yo, comiendo con ellos».