El papa Francisco ha convocado para hoy el Día Mundial de la Educación Católica, un espacio para subrayar el compromiso educativo y evangelizador de tantos colegios a lo largo y ancho del mundo, y cuyo impacto es esencial en la mayoría de los países, especialmente en los más pobres cuando el esfuerzo de los estados resulta insuficiente.

Y está claro que se habla mucho de la educación católica, poniéndola en riesgo en algunos casos, porque a políticos, ideologías y grupos interesados les inquieta demasiado. Sin embargo, es algo mucho más bello y más profundo de lo que la gente cree y de lo que los medios de comunicación muestran cuando se refieren a la Iglesia.

Si repasamos la lista de colegios católicos en cualquier país, cada cual más diferente, podemos descubrir cosas buenas y no tan buenas, como ocurre en la educación no católica, en la sanidad, en el ámbito de la universidad o en el mundo de la empresa. Pero en todos encontramos personas que trabajan allí por el mero hecho de servir al prójimo y de ser coherentes con su fe, porque creen en la educación y creen en las personas –en particular en los jóvenes–. Familias que confían lo mejor que tienen con la esperanza de que sus hijos sean buenos ciudadanos y buenos cristianos el día de mañana. Y alumnos de todo tipo y condición confiados en que hay personas –algunos de ellas consagradas– que se preocupan por ellos, en ocasiones más que sus propias familias. Proyectos al servicio de la sociedad, sin más ánimo que ayudar al estilo de Jesús.

A mí me gusta pensar que cada colegio es el fruto del amor de Dios en un tiempo y en un lugar de la Historia, donde convergen los sueños, los recursos y los esfuerzos de religiosos, educadores, familias, alumnos e instituciones de diversa índole. Hoy por hoy esto es algo profético, ojalá hagamos lo posible para que siga siendo un regalo, una oportunidad y un milagro para el mundo de hoy.

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