Hace poco murió un jesuita muy conocido y admirado por su vida entregada sin reservas a los demás. Hubo mucha gente que después de su entierro comenzó a hablar de él como si fuera un superhéroe del altruismo humano o un todoterreno de la ayuda a los demás. Pero curiosamente eran pocos los que hablaban de él como un hombre traspasado por la vida de Jesús, cuyo afán era el de intentar hacer presente su Reino en nuestras circunstancias.

Los ídolos se agotan en sí mismos, mientras que los iconos nos llevan a mirar más allá. Piensa en el deporte, o en la música. El ídolo termina haciendo que todo gire en torno a sí mismo. Al final lo importante ya no es la belleza del deporte, la habilidad o talento, sino sus tatuajes, sus romances o sus salidas de tono.

En el fondo todos necesitamos algo o alguien que admirar. También para creer, nos hacen falta realidades concretas. De este modo, aplaudimos a los misioneros en tierras lejanas, los que dedican todas sus energías a cambiar la sociedad, o incluso admiramos las imágenes e iconos de los templos, las ideologías, maneras de entender el Evangelio, etc. Pero hay el peligro de que se conviertan en ídolos si nos quedamos tan solo en ellos sin ir más allá; si llegan incluso a ensombrecer y tapar a Jesús y su Buena Noticia.

Por ello creo que deberíamos tener dos actitudes fundamentales delante de nuestros ídolos (sean muchos o pocos, grandes o pequeños). La primera es la de aceptación, no de los ídolos sino de la necesidad humana de tener imágenes y modelos que nos permitan aterrizar la fe (que aparece numerosas veces en la Biblia y en la historia de la humanidad). Aceptar que somos limitados y que ante la dificultad que implica el creer en algo inabarcable, muchas veces nos refugiamos en realidades delimitadas y concretas.

Y la segunda, sin duda mucho más importante, es la del deseo de superar estos ídolos e intentar caminar por el camino de la fe (aunque esta implique dudas). Es decir, no caer en la trampa de mirar al dedo que apunta a la Luna, sino más bien sabernos servir de él como un indicador que, lejos de encerrarnos en nosotros mismos, nos abre a un Dios que es mucho mayor que todo lo que podamos imaginar.

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