«Los ídolos de los paganos son plata y oro, hechuras de manos humanas, tienen boca y no hablan, tienen ojos y no ven; tienen oídos y no oyen, no hay aliento en su boca. Sean como ellos los que los hacen, los que en ellos ponen su confianza». (Sal 135)
Cuando nos encontramos con este salmo y nos toca meditarlo, creo que irremediablemente se nos va el pensamiento a un examen de nuestra religiosidad. Aparecen todas las veces que hemos visto en los templos, incensar o hacer una reverencia ante una imagen de Cristo o de Nuestra Señora.
También nos puede surgir un juicio sobre las procesiones de Semana Santa o sobre aquella persona que un día desconsolada rogaba ante una simple escultura, sin más valor que el artístico. Sin quererlo podemos incluso llegar a emitir una condena, afirmando que hay algo de idolatría en todo esto, o lo que es peor caer en la soberbia de esa suerte de condescendencia, pensando que son cosas para gente sencilla, para espiritualidades pobres que no pueden entender que Dios no está en un trozo de madera. Si esto nos ocurre, debemos de tener cuidado y ser capaces de hacer una reflexión más profunda.
Durante la posguerra en muchos lugares buscaron reponer las imágenes que habían sido destruidas, intentando que se parecieran a las primitivas, aunque no siempre lo consiguieron. Cuando uno pregunta a aquellos que han podido rezar a la antigua y a la nueva, nota que estas personas no encuentran ninguna diferencia entre una y otra, pues es al mismo Dios al que la imagen les reporta. Igual la materia no era tan importante.
La imaginería religiosa especialmente aquella que produce mayor devoción, por la conexión que se da entre la figura y una determinada población, ya sea un barrio, una ciudad, un país, o un continente entero, recoge la forma y la idea que todas esas personas tienen del rostro de Dios, de María o de los santos. Lo que está inscrito en ellas es una mediación, una puerta de entrada hacia el misterio, ya sea el de la gracia, la justicia, la entrega, la misericordia, la caridad, el perdón, el dolor… y tantos otros. Quizás cuando en nuestra vida se nos ha perdido el rostro de Dios, podemos ser humildes y buscarlo allí donde tantos lo han hallado.