«Tienes que ser empático». Te lo dicen en los cursos de liderazgo, te lo insiste tu coach y hasta te lo formulan nuestros políticos. Quedas muy bien si lo dices cuando te presentas en un curso del trabajo al describir tus talentos y te lo recuerdas cuando hablas con alguien que sufre, con un cliente o con un compañero que sencillamente no soportas. Y es verdad que hay que ser empático y debemos abrirnos al interior del otro, identificarse con alguien y compartir sus sentimientos, pero para los cristianos esto no es suficiente.
El lenguaje crea realidad, y de la misma forma que no es lo mismo hablar de crear un mundo mejor que de Reino de Dios o limitación que pecado, no podemos caer en el riesgo de limitarnos a la pura empatía –que en ocasiones nos lleva a consumir emociones–. En la parábola del buen samaritano, el sacerdote y el levita quizás también eran empáticos, pero no tenían ni tiempo ni ganas de pararse y arrimar el hombro. Y es que lo propio de los cristianos es la compasión y la misericordia, como el buen samaritano, que va más allá y decide complicarse la vida por el prójimo, y gastar su tiempo y su dinero por ayudar al que más lo necesita.
Quizás, en este tiempo de confusión y ambigüedad, conviene ser crítico con las palabras que utilizamos, y asumir que algunas palabras y conceptos pueden volvernos neutrales. Un pacto a la baja tiene sus consecuencias, porque todos preferimos una persona que vaya más allá, siendo compasiva –como lo era Jesús– y no neutral, y por tanto no sólo que pueda sentir el dolor del prójimo, sino actuar en pro de él. Al fin y al cabo, no todos vivimos en el universo de la empresa, más bien en un mundo herido que sigue precisando nuestra ayuda y nuestra compasión.
Después de todo, hay una parte del ser cristiano que pasa por hacerse cargo, cargar y encargarse de la realidad, y por tanto, esto se traduce en aprender a bajar al barro y mancharse las manos por el prójimo.