Cuando los vídeos de la fiesta del cumpleaños de Lamine Yamal vieron la luz, probablemente nadie lo consideró como algo inaudito. Sólo es un futbolista. Un chaval de dieciocho años. Y ¿a quién no le hubiera gustado que los espirituosos eliminasen alguna anécdota deplorable? Y sin entrar a valorar el contenido de las imágenes —ya que ejemplos hay cientos—, es burdamente llamativo cómo millones de personas vibran con el movimiento del meñique de estos nuevos ídolos de Occidente. Ídolos que viven de mercantilizar las ilusiones de sus seguidores, que están aislados de la realidad por una pantalla y que no se comprometen con tener un impacto positivo ya que no son capaces ni de aparentar ejemplaridad.
Pero, ¿dónde han quedado los referentes de verdad, los maestros? El Sócrates para Platón, el Ambrosio para Agustín, el Verrocchio para Leonardo o el Quijote para Sancho… Una de las repercusiones de la cultura de la rapidez es el triunfo de estos influencerillos que nos impiden fijarnos en estas personas que nos enseñan lecciones de vida con su mera existencia. En mi opinión, el maestro es aquél que, sin grandilocuencia, ayuda a dibujar aquello en lo que uno se quiere convertir, se da para que el discípulo crezca y, con paciencia, lo acompaña durante la senda del aprendizaje. Son los que transmiten una Realidad que va más allá de lo que uno ve, despacio porque todas las cosas buenas son lentas. En su sencillez, se trata de una relación de verdad donde el maestro consigue orientar a su seguidor y iluminarle en su camino.
Sin embargo, la post-modernidad ha caído de lado de los ídolos del exceso, del tic azul legitimizador y a los que no les importa la marea que les sigue ni un comino. Lamine moverá masas. Pero yo prefiero a mis maestros, con los que estaré siempre en deuda.
