Estos últimos días, la Iglesia ha sido noticia a propósito del caso de las hermanas clarisas de Belorado. Parece que las religiosas en cuestión han manifestado públicamente que se desvinculan de la Iglesia y se sitúan en obediencia a una asociación que afirma mantener el verdadero espíritu católico.

Al hilo de la noticia, podemos encontrar quienes condenan enérgicamente a las monjas y a quienes se han presentado como sus actuales superiores; quienes buscan razones ocultas, intereses más o menos turbios; o quienes aprovechan para criticar a los obispos, la Santa Sede y el Santo Padre. Y en medio de todo ello, yo me pregunto qué puedo aprender de esta situación.

En tiempos en que la división y la discordia campan a sus anchas en tantos aspectos de nuestra vida, podemos aprovechar estos casos, en primer lugar, para rezar por todos los implicados antes que para sembrar más cizaña. Y, en segundo lugar, podemos aprovechar para examinar nuestra vida espiritual y cómo de grande es el espacio que le dejamos últimamente a las críticas ante aquello que en la Iglesia nos gusta menos. Porque el Señor nos invita en el Evangelio a ser sencillos, no a pretender ser sabios ni entendidos. Y esa sencillez supone aceptar las diferencias, tratar de entender al otro, o tener la humildad de obedecer a quienes cumplen el servicio de pastorearnos, por ejemplo. Esa sencillez supone no dejarnos llevar por el cinismo y la crítica constante. Para ello, es importante cortar de raíz al diablillo interior que nos quiere hacer ver que los demás creen menos, entienden menos, rezan menos que nosotros. Porque a todos nos puede pasar que dejemos que una pequeña crítica abra una rendija por la que acabe entrando en tromba el mal espíritu. Pero también a todos nos puede pasar que la gracia de Dios nos haga ser luz en medio de las tinieblas, puente entre dos orillas, sal en medio del mundo y la Iglesia.

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