En la década de los 70 vivían en España 300.000 personas con síndrome de Down. En aquella época casi todos conocían a alguna familia con un miembro con esas características. Ellos eran algo habitual de nuestro ‘paisaje humano’. Nadie se extrañaba. Pero en España, como en muchas partes del mundo, la situación está cambiando dramáticamente. Hace unos días, un medio digital alertaba de que, en 40 años, la población Down había descendido un 88% y se encaminaba, según las previsiones, a que no naciera ninguno para 2050. De los cerca de 400.000 nacimientos al año en España, sólo 150 correspondían a personas con síndrome de Down.
La cifra es terrible: más del 95% de las mujeres embarazadas a las que se les diagnostica un hijo con síndrome de Down decide abortar. Por una parte, desde hace años se nos ‘vende’ el aborto como un avance para la mujer. Como una especie de liberación donde ellas ya pueden hacer con su cuerpo lo que crean conveniente. Los que defienden esta postura quizás estén obviando que esa ‘libertad’ pasa por llevarse por delante una vida humana. Por otra parte, no podemos convertir el asunto del aborto en un mero debate sobre la legalidad o legitimidad del mismo. Sería frívolo convertir una tragedia (con dos víctimas, el no nacido y la madre) en un simple debate moralista o de tipo legal.
Quizás, lo más peligroso de esta noticia es la ideología que hay tras ella: una concepción utilitarista de la vida humana donde el valor de la persona reside en lo que pueda producir, trabajar o hacer. De esta manera, los seres humanos se convierten en simples piezas mecánicas, pudiendo ser desechados cuando no produzcan o cuando resulten ‘inútiles’. Por tanto, la lógica del mercado y las leyes de la economía imponen su criterio sobre lo que es la dignidad humana.
El siglo XX nos ha enseñado muchas cosas. Una de ellas, la más valiosa, es que la dignidad humana está por encima de cualquier ideología, conflicto o situación política. La dignidad humana protege a la persona frente a cualquier estado, gobierno o régimen. Defiende a las minorías frente a las mayorías, a los reprimidos frente a los represores, a los excluidos frente a los que lo tienen todo. La dignidad no es rentable. Es más, es gratuita. La recibimos simplemente como seres creados por Dios, más allá de nuestras capacidades, aptitudes o características. Somos seres con dignidad por el simple hecho de existir.
Podemos considerar civilizado a un país cuando es capaz de proteger a sus miembros más débiles. Una nación que criminalice a los que en ella buscan refugio, en la que se pueda eliminar a los ciudadanos ‘menos útiles’ o en la que sus mayores se conviertan en elementos inservibles, sin apenas poder adquisitivo, será económicamente más rentable, quizás más prospera. Pero sin duda, será menos humana.