Si me pregunto por qué regreso siempre con varios carretes de fotos en la maleta (o si lo prefieren, cientos de megas en el ordenador), me respondo sin novedad, que se trata de querer apresar el momento, de guardar ese instante que está siendo maravilloso para después recordarlo, y compartirlo con todo detalle… Parece que consiste en fabricarse una carpeta donde guardar lo vivido, lo sentido, lo saboreado, lo olido, lo tocado… A mí se me hace inevitable y grato al mismo tiempo que, ya de vuelta y lejos del sitio y de su gente, la imagen me lleve allá de nuevo, tan fácilmente; ni aviones ni escalas, ni transbordos ni billetes, no es necesario. Sin querer, el papel ya no es papel, porque vuelve a ser tierra roja y bananos verdes, abrazos, sonrisas y canciones familiares, que vuelven a tocar mi corazón y a regalárseme una vez más. Una foto puede contar muchas cosas; reflejar alegría, amor o ilusión, ya que inevitablemente la cara de uno se ilumina con ellas… Una foto puede hablar verdaderamente de compromiso, de conflicto, de injusticia, de amistad, de miseria, de dolor, de abundancia, de libertad… yo diría que una foto podría reflejarlo prácticamente todo, y que casi todo podría quedar dicho en forma de foto. Sin embargo encuentro que mi corazón también puede hablar de tantas cosas y con muchos más matices.

 Por eso yo nunca olvidaré a Karine ni a Pacifique. Son dos hermanos de 4 y 8 años que veía este verano unas tres veces a la semana; cantábamos en el mismo coro de la parroquia. La primera vez que Karine me vio se asustó mucho; ser yo la única blanca que había visto en su vida y ser ella relativamente pequeña para entenderlo eran razones suficientes, así que nunca se acercaba a menos de un metro de mí y siempre me miraba con desconfianza, hasta que nos hicimos amigas. Él era algo más valiente y no tuvo nunca tantos problemas; nos reíamos mucho juntos a pesar de no hablar absolutamente nada y de ser tímidos nuestros encuentros. Ninguna foto me habla de ellos porque nunca encontré el momento adecuado para hacerla o cuando lo tuve eran ellos los que no estaban. A pesar de mi mala memoria recuerdo sus caras como si no hubiese dejado de verlas nunca, sus gestos como si no hubiera pasado desde entonces ni una semana, y siento que guardo como el primer día todo el cariño que fui acumulando durante el tiempo que pasamos juntos. Puede que si hubiera tenido su foto, los hubiese medio olvidado confiada en que tenía dónde mirarlos una vez más, refrescando aquellas tardes; como no es así, he de llevarlos siempre intactos, conmigo.

Dios también guarda una foto que nos hicimos una mañana soleada, mientras paseábamos no sé muy bien por dónde; la tomó sin avisarme y hoy, aunque no necesita mirarla, la guarda, y de fijarse, le recordaría lo importante, aquello que puede que la foto no cuente.

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