«Lo importante es pasárselo bien».  Esta frase es en la actualidad de los mantras que más a menudo solemos oír. ¿Quién no ha escuchado acaso a algún futbolista decirlo luego de un partido? ¿Cuántas canciones nos lo repiten a diario? ¿Quién no ha visto por la calle alguna publicidad que invita a consumir con el pretexto de que lo único que importa es disfrutar del tiempo presente? Este lema pareciera ser el criterio de éxito determinante de cualquier actividad que nos toca emprender o vivir. Y esto no es nuevo. La expresión carpe diem acuñada por el poeta Horacio es más que milenaria y ha tenido a lo largo de los siglos distintos adeptos. Lo que si llama la atención es el vigor y la fuerza que en nuestros días esta tiene, se ha convertido en un dogma incuestionable.

Aunque a veces no seamos tan conscientes, esta actitud hedonista rige en muchas de las actividades pastorales que nos toca vivir. Se confunde placer con consolación espiritual. El miedo a que no haya este estimulo placentero, altisonante, llamativo incluso con las cosas de Dios está presente. Y la verdad que es difícil competir con las sobredosis de dopamina –efímeras– que ofrece el poderoso y vasto mundo del entretenimiento. Caemos en la tentación de pensar que la profundidad de la vida, la dimensión intelectual de nuestra fe o el tomarse en serio el seguimiento de Jesús no compiten, o vienen a menos con otras propuestas, a priori, más estimulantes. Y ahí es donde nos podemos confundir intentando acomodarnos a las modas, que como su propia definición lo indica, son pasajeras.

La diversión y el ocio no son nocivos en sí mismos. Pueden ser fecundos si se enmarcan en un horizonte. Todos necesitamos tiempos distendidos en donde haya lugar para reírse, jugar, pasar momentos buenos y de calidad junto a otros. Esto está permitido y es necesario en los lugares donde se comparte y se transmite la fe. Lo que no puede ser es que seamos esclavos y orientemos todo nuestro tiempo a pasárnosla bien, a caer en un «jijijaja» que no conduce a nada. En esto nos jugamos una parte importante de nuestra madurez como personas y como creyentes.

 

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