Hay muchas razones, sinceramente, para leer este libro. Una es su belleza y comprensión profunda de la realidad. Otra es su cordialidad y cómo impacta en el lector que asiente o se lamenta, que se encuentra con esa felicidad recibida o que añora lo que pudo y puede ser de otro modo. Por descontado, si alguien se dedica o se dedicará a la educación formal o no formal creo que debería leerlo. ¡Lo agradecerá! Nos hace mirar el mundo y la vida, con mucha honestidad, en el modo como estamos cuidado o tratando o comerciando o velando por nuestros hijos y más pequeños. Su sensibilidad interroga.

“Éste es el horizonte: la palabra viva que da vida. Todo esto con l fin de justiciar el protagonismo que la escuela debe dar a la palabra viva. Si aquí se falla, entonces se condena al mutismo, una de cuyas consecuencias paradójicas acabará siendo la verbosidad. En cambio, cuando la escuela da la talla, deja que algunas palabras lleguen a lo más profundo del alma. Aterricemos de nuevo. A ras de suelo, sí. Y a ras del día a día de la escuela. Hablar, y leer, y escribir. Y hablar. Y seguir leyendo.” (p. 99)

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