Sin duda, habrá quien la lea solo en titulares, en tuits o en comentarios de prensa. Estarán quienes se queden con dos o tres frases polémicas, y quienes la quieran utilizar como munición contra «los otros», ignorando que, si algo es esta encíclica, es una llamada a trascender ese tipo de enfrentamientos demagógicos que solo perjudican –una vez más– a los más débiles.
La encíclica es, en realidad, un grito tajante, una denuncia firme y un anuncio profético: necesitamos hacer de la fraternidad universal el horizonte hacia el que caminar, creyentes y no creyentes. En un mundo cada vez más dividido, más desigual, más polarizado, y más copado por egoísmos. Lo necesitamos, especialmente por compromiso con las víctimas de un sistema y unas estructuras que están dejando en la cuneta (en las periferias sociales, existenciales e invisibles) a una cantidad innumerable de personas. Hay que leerla y hacerse preguntas concretas. No da recetas (quizás no las tiene). Propone metas. Y es responsabilidad personal y colectiva encontrar caminos. Para una pertenencia inclusiva. Para una universalidad enraizada en lo local. Para una amistad social.Para una verdad que se encuentra en el diálogo pero que no es relativismo. Para un perdón que no rehúye el conflicto en su búsqueda de justicia y reconciliación. Para una transformación de estilos de vida, relaciones, organización de sociedades y sentido de la existencia.
Se lee muy bien. Está escrita para ser comprendida. Y seguramente también rezada, interiorizada, trabajada y discutida. Merece la pena leerla y trabajarla personal y grupalmente.