Con un estilo narrativo, ágil y como siempre diáfano, el autor recorre la vida de este apóstol del siglo XXI. No como un relato épico de uno de los actuales referentes de la Iglesia y de la Compañía, sino como la aventura de un joven asturiano que un día decidió ponerse a la escucha de Dios y que le llevó a trabajar con los refugiados para finalmente servir como prefecto apostólico. Es el camino de Kike, que débil y fuerte al mismo tiempo, logra encontrarse con el rostro de Dios en cada persona y, especialmente, en las víctimas de la guerra. Un hombre que sabe escuchar más que hablar y que a través de su eterna sonrisa contagia la alegría de un Dios vivo.
A lo largo de sus páginas, algunas de ellas bastante emotivas, el lector podrá asomarse a historias anónimas en las cuales un día explotó el sinsentido, pero con apoyo, cariño y entrega lograron hacer de sus vidas relatos de héroes que saben sobreponerse a la adversidad. Personas a las que Kike y otros tantos, les enseñaron que el dolor y el sufrimiento no tienen la última palabra y que entre todos pudieron hacer de sus límites y cicatrices, sean del tipo que sean, un lugar de encuentro con Dios. Noticias tan anónimas pero tan cargadas de vida que merecen ser contadas.
El hombre se llamaba Enrique, aunque todos lo conocían como Kike. El árbol aún no había encontrado su nombre. Un tiempo después, cuando el hombre vino con otro amigo, lo bautizaron como el árbol solitario. Solo entonces, al ponerle el nombre, caería en la cuenta de que se reconocía en esa soledad fecunda y poblada; en ese echar raíz en una tierra profunda y alzar los brazos hacia el cielo y hacia el mundo; en ese ser testigo y refugio, morada y albergue; presencia muda y canción vital. (p.21)