Se acerca el final de curso y con él llega el momento de las despedidas. De cambiar de curso, de ciclo e incluso de etapa vital. Esos momentos de máxima incertidumbre, de recordar el pasado y de mirar de reojo al futuro, de pensar que aquí eres mucho y que en cuestión de horas, días o semanas serás un auténtico desconocido. Dejar tu casa y volver a empezar de nuevo, sabiendo que tu hoy se convertirá en recuerdos y, quién sabe, si en unas buenas anécdotas. Momentos donde se entremezclan los sentimientos, que pasan desde la inmensa gratitud hasta el miedo a lo desconocido.

Y es que las mudanzas cuestan por fuera, y también cuestan por dentro. Pero, aunque nos pese, el dolor es una inmensa suerte. Porque en el fondo significa que hemos amado, que hemos disfrutado y que Dios ha estado grande con nosotros, aunque no lo entendamos del todo. Lo contrario sería irnos por la puerta de atrás, y eso es aún mucho más triste. Al fin y al cabo, es comprender que Dios está por encima de nuestros miedos. Y que no deja de sorprendernos.

San Ignacio decía que las despedidas tenían que ser alegres y sencillas, sin grandes dramas ni muchos regodeos. Porque en el fondo no solo debemos mirar la vida con agradecimiento, sino reconocer que estamos llamados a vivir en la incertidumbre, pero siempre sostenidos por Jesús, que nos guía y nos conduce hacia un mañana que es bueno, sencillamente porque viene de Dios.

 

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