Siempre he sido muy coqueta. No lo niego. Pero los años pasan factura, y asumir que el cuerpo cambia tiene su dificultad, sobre todo cuando todo a tu alrededor proclama la belleza de un cuerpo con unas medidas que te quedan algo lejos o, mejor dicho, algo (o muy) pequeñas. De repente te ves confirmando esa ley de la Física que dice que la masa en el universo se conserva: lo que pierden muchos parece que lo incorporas tú en tu cuerpo, y el diálogo con la imagen en el espejo se hace complicado. Lo peor de todo es que la persecución de unas medidas perfectas va disfrazada con la etiqueta de «vida sana», etiqueta que resulta más asfixiante a veces que la faja que algunos aconsejan que te pongas para poder esconder esos kilillos que no te gustan.
La cosa se agrava cuando ya no solo puede afectarte a nivel de autoestima, sino también a nivel laboral. El otro día saltó la noticia de una chica que fue rechazada en un trabajo por tener una talla 46. Estamos hablando de un trabajo como azafata de congresos, donde también serán importantes, digo yo, los conocimientos que se tenga, si se habla idiomas, si se sabe tratar con las personas…y no solo si te queda el uniforme bien. No estamos hablando de un desfile de modas de esos en los que posan unos ángeles (aquí también hay mucha tela que cortar, no solo para la indumentaria de las chicas, sino acerca de qué entendemos por una imagen «angelical»: ¿solo esa que muestran estas mujeres es la imagen de un ángel?).
Hoy, que tanto hablamos de diversidad y de inclusión, creo que hacer visible la variedad de cuerpos y trascender el tallaje que tratan de imponernos como el «normal» o «aceptable» se va volviendo algo urgente. Sobre todo porque no solo implica una cuestión física o estética, sino porque, en muchos casos, implica también una cuestión de salud mental. Detrás de ese no sentirte identificada con ninguna talla o con el estilo de prendas que se promocionan en las grandes tiendas de moda hay un debilitamiento de la autoestima, una no aceptación de tu cuerpo (que al final se extiende a todo tu ser), un convencimiento de que eres una fachada, y que existes si los demás te miran y les gusta lo que ven.
El otro día, paseando por uno de esos barrios de clase alta, me sorprendí de la cantidad de clínicas privadas de medicina estética que hay. Demasiadas, y pocos lugares para la lectura, la meditación profunda, el encuentro con el interior de nosotros mismos, que, al fin y al cabo, es donde reside lo que somos de verdad. ¡Cuánta importancia concedemos a nuestro físico! ¡Cuánto miedo hay a que la naturaleza siga su curso, y nuestra cara y nuestro cuerpo dejen de ser el que es, o lo que va tendiendo a ser!
En toda esta vorágine del culto al cuerpo perfecto se nos olvida la necesidad de cultivar la belleza interior. Para mí, en este momento de mi vida en que la gravedad va haciendo su papel y mi físico empieza a mostrar el paso de los años, el camino de esta aceptación es la oportunidad para reencontrarme con quien soy, con mis prioridades, con los valores que quiero convertir en bandera de mi vida, con mi deseo de seguir aprendiendo. Es la oportunidad y también el reto para mantenerme firme y no sucumbir ante modas que, como modas que son, pasarán sin mirar siquiera a la gente que dejó atrás.