Estos días casi no hace falta abrir el periódico para saber qué noticias más o menos trae. Sabemos que Cataluña, el último huracán y el más reciente evento deportivo van a ocupar casi dos tercios de la prensa. Sin embargo, de vez en cuando te llevas una sorpresa y descubres noticias como la que apareció esta semana, que contaba la historia de Rubén, un hombre que pasó de vivir en los aledaños de Anoeta, el estadio de la Real Sociedad, a trabajar en él y poder tener su propia casa.
Ante noticias como estas es normal que la primera reacción sea de alegría, de esperanza. Como dice Rubén al contar su presente, ve la vida «maravillosa, llena de colores». Es como esos signos que nos recuerdan que el Reino también se construye hoy. Aquellos que están al borde del camino, que han sido descartados, no permanecerán así siempre. Si somos más bien de los que ven el vaso medio vacío, podemos pensar que, aunque queda mucha gente al borde del camino, lo que nos puede conducir al pesimismo, o, mejor, al impulso de querer trabajar con más ahínco para salir a su encuentro.
También podemos preguntarnos cómo podemos cambiar esa situación de descarte que tantos viven en nuestro mundo y a nuestro alrededor. La historia de Rubén nos da alguna clave. Cuenta él que la posibilidad de trabajar para la Real Sociedad le vino después de que el periódico contara su historia, y el equipo de fútbol se interesara por él. Es decir, vino cuando pudo recobrar su voz, hacerse visible, cuando le fue dada la oportunidad de explicar quién era. Para Rubén el problema era la invisibilidad: «es terrible la indiferencia, ver cómo los demás vuelven la cabeza cuando te ven».
Quizás sea ese el gesto que nos falta, volver la cabeza. Hacernos conscientes de que están ahí, porque como con algunas ilusiones ópticas, una vez que los has visto, no puedes dejar de hacerlo. No puedes olvidarte de lo negras que están las cosas para algunos. Y eso no nos deja indiferentes. Pero primero tenemos que volver la cabeza.