No transmite el pánico social del coronavirus ni la polémica de la «ley de libertad sexual», tampoco la emoción de un Clásico, el impacto mediático del feminismo o el morbo de La Isla de las Tentaciones –ojo, no todo está al mismo nivel–. Simplemente es menos noticia porque no queremos que sea noticia. Políticos, prensa y sociedad civil miran para otro lado ante la crisis de refugiados que se vive ahora al otro lado de Europa.
El eterno empeoramiento del avispero de Oriente Próximo ha propiciado que miles de personas se encuentren abandonadas a su suerte muy cerca de aquí, sin protección internacional y sin asistencia humanitaria. Gente que por otra parte lleva años huyendo de la guerra, del hambre y de la muerte. El conjunto de la Unión Europea calla, su país de origen es un infierno, Grecia rechaza de malas maneras a miles de familias, Turquía escurre el bulto y la frontera entre ambos países se convierte en el escenario de una tragedia sin precedentes donde los refugiados se quedan sin asilo, sin esperanza y, en algunos casos, sin vida. Nuestra capacidad organizativa, nuestra sensibilidad ante el dolor y nuestros centros de interés se bloquean cuando toca dar una respuesta generosa y responsable ante las crisis humanitarias, porque ni dan votos ni son potenciales consumidores.
Quizás las situaciones extremas desvelan qué es lo realmente nos mueve como sociedad, y de alguna forma en las preferencias está el morbo, el dinero, el poder, la polémica, el placer y las emociones por encima de la misericordia ante el que busca salvar su vida. Pero no nos equivoquemos, la asistencia y protección de refugiados y la defensa de la dignidad de las personas no es una opción fruto de nuestro paternalismo, una estrategia política o un capricho más de oenegés o activistas insensatos, es una responsabilidad y una obligación moral que no podemos ignorar como ciudadanos, y menos aún como cristianos.