Era el último turno de palabra de un juicio que iba a quedar visto para sentencia. La reseña del periódico dice que se trata de “un criminal casi por vocación”, pero pasemos eso por alto para centrarnos en lo que dijo el acusado de matar a un hombre e intentarlo con otros dos en un pueblo cercano a Sevilla para el que el fiscal pide 23 años de cárcel. 

Estas fueron sus palabras: “Yo ya estoy condenado por Dios. En estos tres años y medio [en la cárcel] me ha dado por leer la Biblia y me ha dado por creer verdaderamente. En este bolsillo llevo el Cristo de la Sentencia porque hoy es el día de mi sentencia. Sé que me merezco esa sentencia e incluso más, para qué nos vamos a engañar”, dijo antes de lopedir al jurado que no deliberara mucho porque asume los delitos de los que se le acusa. 

“Yo ya estoy condenado por Dios”. Retumba como una bomba que revienta por dentro la Misericordia divina, a la que siempre se han dirigido las oraciones de los hombres. ‘Que Dios se apiade de nosotros’, ‘que Dios tenga compasión de este pecador’ son algo más que  fórmulas rituales. Es la manera que tenemos de interiorizar que la última palabra le corresponde al “que ha de juzgar a vivos y muertos”, como rezamos en el credo. Y no sabemos -ni tenemos por qué saber- qué verá en el corazón de cada uno de nosotros en ese último trance del alma. Pretender que Dios ya ha condenado de antemano es quitarle la última palabra al Juez Supremo en el juicio final para apropiársela uno mismo. Algo peor que un pecado de soberbia.

Y ahora, la última palabra de esta entrada. Tan punzante e incómoda como la del reo sevillano: ¿quién puede decir que no está igual de necesitado o más de la misericordia de Dios que el más abyecto de los asesinos? 

Te puede interesar

No se encontraron resultados

La página solicitada no pudo encontrarse. Trate de perfeccionar su búsqueda o utilice la navegación para localizar la entrada.