La Tata es como llama el actor Miguel Ángel Muñoz a la mujer que lo crio. Pasaron juntos el confinamiento (la Tata tiene ahora 97 años) y de esos días surgió un documental de nombre 100 días con la Tata, que ha ganado el premio Forqué al mejor documental. Según el actor, este trabajo ha sido un homenaje a la persona que cuidó de él desde pequeñito porque sus padres eran jóvenes y tenían que trabajar (teniendo en cuenta que la Tata no es su abuela, sino la hermana de su bisabuela), así como una distinción a todas esas personas que han dedicado su vida a cuidar de los demás y que, siendo mayores, necesitan ser cuidadas.
La pandemia, ya lo sabemos, nos ha mostrado lo vulnerables que somos, y cuánto necesitamos los unos de los otros. Y durante ella han sufrido mucho las personas mayores. La Tata ha tenido la suerte de que «su niño» haya querido pasar esos días con ella, cuidándola, pues es una mujer ya dependiente. Pero, ¿cuántas personas se han visto solas, alejadas de sus seres más queridos, de sus hijos, sus nietos, sus parejas?
Además de nuestra vulnerabilidad, este dichoso virus también nos ha demostrado que la vida es frágil y, a veces, demasiado corta para todo lo que deseamos vivir, contar, sentir y expresar. Y entre tanto trajín que deseamos experimentar, se nos olvidan las pequeñas cosas, los pequeños cuidados. Ojo, pequeños no porque no importen, sino porque son tan cotidianos y discretos que los dejamos pasar. Vamos a las grandezas, a los actos singulares y llamativos. Nos metemos en actividades que rozan la heroicidad (no es una crítica despectiva, también necesitamos gente que haga «cosas grandes»), en voluntariados y demás experiencias solidarias (insisto, todas muy necesarias), y nos olvidamos de esas pequeñas cosas (como las llamaba Serrat) que también son necesarias atender y llevar a cabo. Esos cuidados a nuestros seres queridos, algunos ya muy mayores y debilitados, quizás en el final de su paso por este mundo.
Todo esto me venía a la mente con el evangelio de este domingo 4.º de Adviento: el de la visita de María a su prima Isabel. Confieso que andaba yo en mis oraciones, preguntándome (preguntándoLE) qué hacer, dónde servir, qué quiere de mí. Y me viene este evangelio: el de María, ya embarazada, yendo a casa de su prima Isabel, también en estado de embarazo avanzado, para acompañarla, ayudarla, estar con ella en ese tiempo tan delicado y especial. Y ahí surge la respuesta: solo se trata de estar atenta a nuestro alrededor, a lo que acontece, a las personas que tenemos al lado y a sus necesidades. A la familia, a los amigos, a algún vecino, a alguna compañera… Nada más, y nada menos. Como María, con esa sensibilidad, esa generosidad, esa intuición para saber estar cuando hay que estar y donde hay que estar.
Si me lo permiten, este artículo va por todas las Tatas, y, en especial, por mi madre, que, por circunstancias de la vida, también fue criada por su abuela, una mujer que, con siete hijos más y una vida llena de pobreza y necesidad, decidió hacerse cargo de una nieta inesperada desde el momento en que esta nació. Por ella, y por todas las Tatas, mujeres valientes, entregadas, todo amor y ternura, de pelo blanco plateado, olor a comida recién hecha, abrazos blanditos llenos de amor y portadoras de una gran una lección: que el amor lo puede todo.