«Mi mamá es la más bonita del mundo». De esta manera tan contundente suelen expresar los niños lo que ven cuando contemplan a su madre. Una forma de dar a entender la relación única y absolutamente genuina que existe detrás de una palabra singular: ‘mamá’. Esa mirada de los hijos es un auténtico regalo y la mejor cura para tantos miedos, inseguridades y estereotipos que acosan a la mujer desde el instante en que descubre que su ideal de madre perfecta comienza a desmoronarse casi desde el mismo momento en que se corta el cordón umbilical. El patrón moderno de la madre todo-terreno enseguida hace aguas cuando el cuerpo dice «basta» agotado tras largas noches en vela, visitas al pediatra y cambios de pañal. Todo ello, sin embargo, no es más que un aperitivo del apasionante y complejo mundo de una maternidad recién estrenada.

En el despliegue de amor hacia los hijos también se cuelan otras tentaciones: la madre clueca, excesivamente protectora, temerosa de la vida y defensora a ultranza de los derechos de sus hijos por encima de los otros; la madre guay, moderna, juvenil (al menos de apariencia) y siempre ‘al loro’ para ganar puntos en el afecto de los hijos; la madre psicóloga, quien se considera la única indicada para traducir los gestos y tratar las demandas de los suyos; la madre creativa volcada en crear un mundo amable y de fantasía que logre sortear al máximo el sufrimiento…

Pero caer en la cuenta de estos riesgos no debería generar madres desesperadas sino mujeres esperanzadas a quienes sólo les importa revelar un amor mayor, el de Dios, más allá de sus fragilidades. Así lo hizo MARÍA, la madre del Señor, en su gesta más grande: el ‘hágase’, con el que primó la acción de Dios y mostró al mundo que la convivencia con la debilidad es el caldo de cultivo de la gracia, ésa que los niños captan cuando, al mirar a su mamá, exclaman: «No hay otra como tú. Eres la mamá más bonita del mundo».

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