Había una vez un anciano llamado Mateo, conocido en su pueblo por ser un excelente panadero. Sus panes eran famosos por su sabor único y su textura esponjosa. Todos los días, Mateo se levantaba temprano para preparar la masa, utilizando ingredientes frescos y cuidadosamente seleccionados. Sin embargo, una mañana, Mateo se levantó más tarde de lo habitual y, sintiendo la presión de abrir su negocio a tiempo, comenzó su proceso de elaboración del pan a toda prisa. Al sacar el pan del horno, se dio cuenta de que había olvidado agregar la levadura que daba esponjosidad y la sal que permite resaltar los sabores. A pesar de estas fallas, Mateo se vio presionado por la multitud que esperaba afuera de su panadería, ansiosa por comprar su pan de siempre. Decidió abrir su negocio y vender el pan, aunque era consciente de sus defectos. Sin embargo, ese día, todas las hogazas de pan que había horneado permanecieron en los estantes, sin que nadie las comprara.

La historia de Mateo nos recuerda que, al igual que el pan que no tenía levadura ni sal, nuestra fe puede volverse insípida y carente de poder cuando descuidamos estos elementos esenciales. Cuando nos dejamos llevar por las presiones y preocupaciones del mundo, corremos el riesgo de perder nuestra identidad como seguidores de Cristo y de no cumplir nuestro propósito de ser agentes de cambio y transformación en la sociedad. Jesús nos enseñó que somos la sal de la tierra y la luz del mundo (Mt 5, 13-16), y que debemos mantenernos fieles a nuestra identidad espiritual para dar sabor y luz a aquellos que nos rodean. Al descuidar nuestra relación con Dios y nuestra vida de fe, perdemos la capacidad de influir positivamente en la vida de nuestros hermanos.

Dios, por medio de esta historia, nos hace una llamada a la reflexión sobre la importancia de nutrir nuestra fe con los elementos esenciales que nos brindan sabor y vitalidad espiritual. Al igual que Mateo aprendió de su error y comprendió la importancia de la levadura y la sal en la elaboración del pan, nosotros también debemos reconocer la necesidad de cultivar una vida de oración y de servicio para mantener viva nuestra fe y ser verdaderos seguidores de Jesús.

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