Me fascinan los escaparates de esas panaderías, entre tradicionales y chic, que exponen sus brillantes hogazas de formas imposibles y diseños sofisticados. El escudo de tu equipo de fútbol, un unicornio inverosímil, dos figuras que bailan abrazadas, un corazón –siempre imprescindible– o el monumento más reconocible de tu ciudad.
Me fascinan y me inquietan, la verdad. Porque esas vitrinas ciertamente alojan belleza, invitan a pensar en la destreza del artesano, te sumergen en una especie de embrujo parecido a la contemplación. Pero los panes que cobijan no alimentarán nunca a nadie… porque no se van a partir. Son panes de muestra, panes de exposición, destinados a quedarse en el mostrador. Son panes que nunca se van a partir.
Ni la vida de Jesucristo ni tampoco nuestras vidas son como estas hogazas. Jesús es el pan de vida. Pero no cualquier pan, sino el pan partido. De andar por los caminos, curar enfermos, desvivirse por la gente, comer con pecadores, tocar leprosos, hablar con prostitutas, responder a los fariseos. El cuerpo del Señor, que se entrega en la cruz, es un cuerpo roto y cansado.
También nosotros nos rompemos a veces por dentro: nos rompe el sufrimiento de aquellos a quien queremos; nos rompemos la cabeza tratando de descubrir cómo ayudar mejor a quienes más nos necesitan. También nosotros nos cansamos. Pero es que de eso va la vida: de rompernos un poco por otros, de aceptar cansarnos por otros. Porque vivir no es sólo cuidarse, sino abrir la puerta a esas fatigas propias que a otros descansan.
Pue sí, al cielo tenemos que llegar cansados. Pero no de cualquier forma, sino con ese cansancio bueno de haber vivido con hondura, humildad y firmeza la fe. Con ese cansancio dulce de habernos dado a los demás. Con ese cansancio santo que deja haber amado.