El campo y sus tractores se rebelan, en España y en Europa. Y más allá de la incómoda protesta para mucha gente hay una evidencia muy clara: desde hace tiempo forman parte de los grandes silenciados de nuestra sociedad, pues no aparecerán en la prensa ni en el mundo de la cultura, tampoco estarán en la boca de la inmensa mayoría de nuestros políticos ni tendrán días señalados en el calendario. Porque no sólo vieron a sus hijos marcharse a las capitales, sino que han visto a sus ancianos pasar sus últimos días en soledad y verán a muchos pueblos morir por el abandono, el olvido y la inanición.
Y es que no podemos negar que la modernidad ha dado –casi desde el principio– la espalda al campo, colgándole el estigma del atraso y mirándolo por encima del hombro; menospreciando así su riqueza cultural y social y su estilo de vida; considerándolo en ocasiones de segunda categoría. E incluso culpándolo de muchos de los males de hoy y denostando su propio modo de vivir. Y así, década tras década, la sociedad ha ignorado parte de sus orígenes y ha menospreciado demasiadas realidades rurales llenas de sabiduría y naturaleza. Y curiosamente, el urbanita vuelve a sus caminos cuando anhela paz, reposo y armonía, y cuando necesita olvidar que no todo es trabajar y que de vez en cuando necesitamos respirar aire puro, contemplar la creación y abrazar a los nuestros. Tanto es así, que el Hijo de Dios lo comprendió como escuela de vida.
Ojalá que estos días de protesta, justificada o no, sea un tiempo de darnos cuenta de todo lo que el mundo rural nos da. Pero no solo eso, un tiempo para valorar que el campo y su gente no son útiles sólo por su generosidad silenciosa, sino que son valiosos en sí mismos y que como tales los debemos apreciar y cuidar.
Si el campo se muere, también nos morimos todos.