Tengo la impresión de que a veces España solo puede entenderse como un sistema binario: centro y periferia, izquierda y derecha, monarquía y república, lo católico y lo ateo, Madrid y Barça… Y así una lista interminable de ‘opuestos’ hasta topar con la tensión entre la España rural y la urbana, donde este dualismo se atasca súbitamente. Desde hace décadas una parte de nuestra tierra perdía población, ahora sencillamente se muere porque ya prácticamente nadie quiere o puede vivir en ella. Curiosamente, en esta época electoral son varios los políticos que a lo largo de estos meses han hecho guiños en aras de rascar un puñado de votos. Parece que la España vacía vuelve a importar.

En un mundo donde nos sobra información seguimos cayendo en nuestras propias contradicciones. Gran parte de la población –tanto nacional como mundial– reside actualmente en espacios urbanos, en la mayoría de los casos con más dinero y medios, y sin embargo en muchos otros lo hace en condiciones de exclusión, estrés e insalubridad. Defendemos la ecología, pero menospreciamos una cosmovisión que integra la naturaleza como algo nuclear. Reafirmamos la cultura y la identidad, pero olvidamos las raíces de la mayoría de la población. Lloramos el daño en el patrimonio, pero dejamos que decenas de iglesias y edificios históricos se hundan por pura desidia. Nos quejamos de un modelo económico en el que las personas existen para trabajar, pero ignoramos maneras de vivir sencillamente con tradiciones centenarias. Maldecimos la soledad y buscamos nuevas formas de encontrarnos, pero infravaloramos una cultura que valora la amistad y protege la familia.

Para algunas regiones, comarcas y pueblos este interés llega tarde. Desde hace tiempo el campo ha sido reducido al turismo rural o a una nostalgia decimonónica en el mejor de los casos. En pocos años nos lamentaremos de la torpeza política, sociocultural y económica, por haber mirado para otro lado despreciando una gran parte de nuestra esencia y de nuestros orígenes, perdiendo así una sabiduría forjada a lo largo de siglos. En la lucha de opuestos no se trata de vencer el uno al otro y el otro al uno, sino de descubrir que ambas posturas se complementan y que gracias a esta tensión podemos seguir avanzando. Un equilibrio donde todos cuentan, y no solo por los votos que puedan aportar.

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