Pido perdón por poner mi historia al lado de la historia de los discípulos de Jesús en la vivencia de la Pasión. Hace unos meses tuve el famoso e irresistible Covid-19. Fue un mes muy duro, pasando por el hospital, el oxígeno, y toda la batería de complicaciones. La sensación es caminar en una cierta cuerda floja. «¡Ya pasó!» –me alentó la médica el día que me dieron el alta–. Hoy, diez meses después, vuelvo a tener el virus corriendo por las venas. Entre anticuerpo, vacunas y medicación, los efectos han sido más leves, aunque no ha sido un «casi nada».

La sensación con que vivíamos esta dura realidad de la enfermedad había pasado para muchos a otros escenarios. La sensación de liberación provocada por las vacunas, las incidencias en bajada y la noticia de «fuera mascarillas», ha generado en nosotros unas expectativas y un alivio casi de ensueño.

Los discípulos de Jesús, creo yo, que se adentraron en emociones y vivencias muy parecidas a estas. En el largo camino de bajada a Jerusalén, habían acompañado a Jesús, el Maestro, que les había ido anunciando un final no tan feliz como el soñado con la venida del Mesías. Hasta tres veces les recuerda que «aquel Hombre tenía que padecer mucho» (Mc 8, 31). Pero ellos seguían viviendo y disfrutando de la gente, del camino, de las comidas con unos y con otros, de la vida cotidiana. Quizás puesto el corazón en que, aunque Jesús anunciaba esto, no puede ser del todo verdad. Algo en el corazón de los discípulos resonaba así: no será verdad, lo dice para asustarnos, para que «no nos vengamos arriba», al final Dios hará maravillas como siempre.

Pero sucedió. Llego la Pasión. Los maderos, los clavos, latigazos y salivazos, llegaron. Llegó la cruz y la muerte de Jesús. Y las expectativas se vinieron abajo. Ya la historia nos la sabemos. Algunos se quedan cerca, como María su madre y el discípulo amado. Otros más lejos, como el bueno de Pedro. Y, otros, deciden marcharse como Cleofás y el otro, camino de Emaús.

Quizás nos toca ahora, ante la Pasión, volver a recordarnos que no todo ha pasado y que no todo hay que vivirlo desde la inconsciencia de «no pasa nada». Para los discípulos de Jesús la Pasión les ha vuelto a recordar las palabas del Maestro: «si el grano de trigo no muere, no da fruto» (Jn 12, 24).

Lo que yo, junto a muchos otros, vivimos con la enfermedad es un recordatorio (en positivo) de este anuncio de Jesús. ¡Cuidado con las locuras que genera la inconsciencia! Hacernos conscientes hoy de qué es lo verdaderamente importante en nuestra vida, de qué me sostiene de verdad y qué hago con mis fragilidades y mis pasiones particulares. Detrás de la vivencia de la Pasión, hay una profunda llamada a abrirnos a descubrir a Dios en la debilidad y la pequeñez, en las «vueltas a ponernos malos» que tantas personas viven cada día, desde la injusticia y la vulnerabilidad. Jesús, el Compasivo, nos acompaña siempre, porque él es el Señor y sabe también de dolores. Somos invitados no al sufrimiento, sino a sufrir con él por su Pasión y a abrirnos al horizonte de sentirnos siempre acompañados por él en nuestra pasión.

Ojalá esta Semana Santa sea un tiempo para todos, no de volver a contagiarse del Covid, sino de abrirse a esta profunda experiencia. Jesús muere por mí y resucita por mí. Muere conmigo y, a mí, me hace resucitar a la Vida.

 

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