En teoría todos tenemos nuestro orden de prioridades. Distinguimos lo importante de lo vano y todas las personas, cosas y actividades que nos rodean tienen su nivel de prioridad. Lógicamente, a nadie se le ocurre ordenar todo esto en una lista secuencial, por orden de importancia. Y precisamente por eso no surge ningún problema: mientras sólo tengamos que decir esto es importante y esto otro no lo es, todo va bien.
Pero en la práctica no es tan fácil. Aunque la idea de ordenar las prioridades parezca absurda, la vida está llena de reclamos simultáneos que colisionan, y hay que elegir por orden de prioridad. La práctica además consiste en hacer, que es más difícil que hablar. Mientras hago una cosa, no hago otra y no hacer algo también es una opción. Para añadir más confusión, en la práctica se mezcla lo importante con lo urgente, y todo es un auténtico lío. A poco que se pare uno a pensar, descubre que hay una absoluta incoherencia entre lo que se dice en teoría y lo que se hace en la práctica.
Tras unos días queriendo cortarme el pelo, decidí que no lo podía posponer más. Iba con el tiempo justo, y a la salida mi madre me empieza a contar el rollo de la gotera de la cocina. Como veía que me cerraban, la despaché y me fui con prisa. Por el camino me encontré con Nacho, un amigo de un amigo, de esos ‘interesantes’. Empezamos a hablar sobre esto y lo otro, etc. Cuando él (supongo) consiguió deshacerse de mí, la peluquería estaba cerrada. Después se puso a llover y pensé que fue una suerte no haber llegado a tiempo. Si me hubiera pillado un camión justo antes de llegar a la peluquería, el pelo hubiera sido lo de menos.
¿Es más importante cortarme el pelo que hablar con mi madre? No. ¿Más importante un conocido prácticamente desconocido? En principio no. ¿Sólo el hecho de que llueva ya hace menos importante ir a la peluquería? Sí. ¿Qué hago para evitar todo este caos? Decir que la salud y la familia es lo más importante –que así no me pillo–, y luego hacer lo que me apetezca.
Puede que por fin haya encontrado la clave: si en teoría dijera que lo más importante soy yo y lo que me apetece, no habría incoherencias por ningún sitio. Y no vale hacer trampa con la disculpa-comodín de absolutizar la prioridad de una persona concreta para ocultar la propia (yo lo llamo ‘narcisismo familiar’). Puedo tener un orden magnífico de ideales en el mundo del pensamiento, pero no ser capaz de conectarlos con la vida. Puedo poner la disculpa de que la mayoría de las cosas cotidianas carecen de importancia. Pero mientras no me pille el camión, esas pequeñas cosas son las que constituyen mi vida y ahí es donde me juego mi autenticidad.
Propongamos un cambio de perspectiva. ¿Qué pasaría si me preguntase sobre la importancia que algo tiene para el otro? ¿Era importante para mi madre contarme su agobio con la gotera? Sí ¿Era importante para Nacho charlar conmigo esa tarde? Pues no. Si lo del otro empezara a importarme de tal manera que llegara a ser prioritario para mí, si el otro pasara a ocupar un hueco en mi vida de igual a igual… descubriría que hay una forma más humana y más cristiana de priorizar.