Hace 20 años nos levantábamos con una noticia que conmocionó al mundo entero: Diana de Gales fallecía en un accidente de tráfico con su pareja en París. Reportajes, flores, lágrimas, homenajes y una canción de Elton John recordaban a uno de los personajes más mediáticos de los años 90. La princesa Diana, que comenzó siendo profesora en una escuela infantil y acabó poniendo en jaque a la monarquía más estable y ganándose el cariño de la sociedad británica. Una vida de novela, con amor y desengaño, lujo y preocupación por los pobres, frivolidad y mucha incomprensión, que acababa con una muerte de película.

A la semana siguiente nos dejaba otro referente del siglo XX. Curiosamente en una antigua colonia británica, no con persecuciones ni escándalos, sino con el cansancio del que da la vida por el Evangelio, con la cara más arrugada y una mirada capaz de transmitir una alegría profunda. Teresa de Calcuta moría sin tanta repercusión mediática, pero con la certeza unánime de ser una profetisa, capaz de dar la vida por los más pobres a pesar de vivir en un desierto espiritual.

Quizás lo fácil es decir que hay dos maneras de ver el mundo, de ser modelo para la sociedad y de vivir. La mala y la buena. La frívola y la sencilla. La rica y la pobre. La que solo sale en la foto y la que se mancha las manos. Pero viendo las dos historias, podemos reconocer que todos llevamos un poco de ambas. Nuestras vidas tienen destellos de felicidad, pero también incomprensión y soledad. Hay belleza pero también arrugas. Alegría profunda y sonrisa de compromiso. Hay postureo y hay trabajo escondido. Tenemos aspiraciones y grandes sueños, pero también tenemos fracasos y ganas de cambiar el mundo. Y en el fondo, aunque no lo sepamos, un deseo común de plenitud, de vivir a fondo y de darnos a los demás, la pregunta es cómo lo queremos conseguir más allá de nuestra propia contradicción.

 

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