25 años de la muerte de Teresa de Calcuta y el mundo sigue igual. O podríamos decir que peor, porque han cambiado muchas cosas –también para mejor– y aun así otros no ven que su vida mejore. Internet y la tecnología nos han revolucionado la vida, cierto, hay nuevos modos de vivir –y diversas maneras de comprender al ser humano–, han surgido enfermedades y otras se van curando poco a poco, se crean nuevas guerras –y alianzas– y nuestras ciudades mutan a buen ritmo, pero otros siguen igual de mal, la verdad. En esa vorágine de continuo movimiento y de constante interconexión, todavía millones de personas siguen hundidas en la miseria, abandonados por un mundo que literalmente les deja de lado. Da igual el país, la cultura y el año, siguen estando ahí. Igual.

Por eso, sigue siendo importante el recuerdo de vidas como esta, entregadas en cuerpo y alma a los últimos, y a Dios. Personas que decidieron bajarse del mundo para vivir de otra manera, porque tanta velocidad dejaba demasiadas víctimas en los márgenes del camino. Porque solo desde el que no tiene nada se puede aspirar al todo que viene de Dios. Porque los pobres siempre están ahí y la respuesta de un mundo que se cree muy sabio no puede ser la pura e insultante indiferencia.

Dicen que Teresa de Calcuta vagó buena parte de su vida por un desierto espiritual. Resulta curioso que su testimonio pueda servir hoy de luz para tantas noches oscuras, donde millones de personas tienen de todo y se olvidan de que quizás el sentido de su existencia puede estar al servicio de los más pobres, porque con certeza, como intuyó esta curiosa santa, ahí está Dios. 

Radicales no por la fuerza de sus palabras, de sus armas o de sus convicciones, radicales por ir a la esencia del Evangelio, a los pobres, a la confianza en Dios.

 
 
 

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