Cada 8 de marzo es una valiosa oportunidad para reclamar los derechos de la mujer. Todos los ámbitos de nuestra sociedad, especialmente en los últimos años, se paran para homenajear a pioneras mujeres valientes, hacer balance de avances y retrocesos y reclamar algo tan básico como igualdad.
A pesar de los numerosos progresos en cuanto a políticas y realidades en muchos países y ambientes, a día de hoy, ningún estado ni institución puede pretender haber alcanzado la igualdad de género. Aún son muchos los cambios necesarios en la legislación, la mentalidad y la cultura para que mujeres y niñas dejen de ser infravaloradas, vulnerables y excluidas.
Naciones Unidas confirma que las mujeres, en el conjunto global, aún trabajan más, ganan menos, tienen menos opciones y sufren múltiples formas de violencia en el hogar y en espacios públicos. Además, existe una amenaza significativa de reversión de los logros feministas que tanto esfuerzo costó conseguir.
El ritmo hacia un cambio real es desesperadamente lento en todas las esferas y más aún, quizás, en nuestra Iglesia, donde seguimos encontrando puertas cerradas, desigualdad y marginación.
Pero el 8M es también oportunidad para reunirse, compartir, pararse a pensar y tomar impulso.
Y así, echando la mirada atrás, veo actos cargados de simbolismo, documentos, iniciativas y reuniones tintados de reivindicación, de demanda de apertura y de significativa voluntad en los últimos meses.
Veo cada vez más mujeres, de distintos contextos y generaciones, que se atreven a alzar la voz dentro de la Iglesia y que se unen para ello. Y veo emocionada en estas reuniones (ya sean físicas o bajo el paraguas de manifiestos) el espíritu original de una Iglesia fraternal, de iguales, desde el respeto y el amor.
No veo pasos institucionales concretos de peso sustancial. No encuentro nuevas formas, ni nuevas miradas, ni nuevas respuestas. Pero, desde la esperanza, miro el camino recorrido y el que nos queda, con una sonrisa.
Hacia atrás, veo cansancio, dolor y frustración. Pero también veo amor, firmeza y cada vez más huellas. Porque somos muchas (¡y muchos!) más caminando en la misma dirección.
Hacia adelante, lo incierto de un largo trayecto. Pero veo manos tendidas, voces que recogen los ecos y no permiten el silencio y solo intuyo que las puertas han de abrirse, más pronto que tarde, para que entremos juntos.