Una escuela de Barcelona retira 200 cuentos infantiles de su biblioteca al considerarlos «tóxicos», entre ellos Caperucita Roja, La Bella Durmiente o, incluso, la leyenda de Sant Jordi. Detrás de todo: la creencia de que algunos de estos libros tradicionales reproducen patrones sexistas. Sobre la mesa preguntas como por qué los héroes tienen que ser varones y las niñas temerosas o por qué un dragón debe morir. Propuestas que en aras de romper estereotipos habituales cuestionan hasta qué punto podemos juzgar de la noche a la mañana la cultura de un pueblo.
Nos encontramos en un momento en el que el feminismo no es una moda, la igualdad de género es una urgencia y algunos hablan del siglo XXI como el siglo de la mujer. Pero cuanto más conscientes nos hacemos de su importancia, más fino debe de ser el análisis. La perspectiva de género es necesaria, pero no puede ser el único criterio –algo extensible al resto de ismos…–. Usar un único enfoque nos puede llevar a un análisis de buenos y malos, de blancos y negros. Y lo peor, que huyendo de una posible manipulación –no creo que Perrault, los hermanos Grimm, Andersen y compañía conspirasen en la sombra– podemos caer en otra manipulación aún peor: la de creernos jueces de la historia, maestros de la sospecha y creadores de una cultura a la medida de nuestros propios intereses.
Los clásicos permanecen por ser capaces de tener sentido y significado en cada generación. La cultura es una expresión plástica del sentir de un pueblo, es capaz de poner nombre, palabra o imagen a las vivencias más profundas de las personas. Es cierto que hay patrones de otro tiempo en la cultura que hemos heredado, pero la solución no pasa por resetear la realidad y empezar de cero. Actualizar no consiste en demonizar lo anterior, sino en aprender del pasado para crear espacios justos y saber interpretar la tradición en toda su complejidad.