Recuerdo mi infancia rodeada de cuentos y libros. Ellos se convirtieron en mi pasión (muy por encima de las muñecas y otros juguetes). Fueron los culpables de que no parara de preguntar a mis padres qué letra era esta y cuál aquella otra, y cómo sonaban juntas. Antes de que aprendiese a leer, les tenía fritos pidiéndoles que me leyeran una y otra vez los mismos cuentos hasta que por fin me los aprendía de memoria: sabía cuándo hacer una pausa, cuándo exclamar o preguntar, cuándo pasar la página… Eso me permitía «leérselos» a mis abuelos, cuando lo que hacía era recitárselos de memoria.
Junto con los cuentos, las películas de Disney fueron conformando mi infancia…¡y también mi juventud, para qué engañarnos! Acrecentaron mi deseo de poder inventar historias que contar a los demás. Y también aprendí…
Aprendí de Caperucita Roja a no hablar con extraños; de Los tres cerditos a ser previsora y a que las cosas hay que hacerlas bien; de La Cenicienta, a no guardar rencor a los que me ponen zancadillas; de Alicia en el País de las Maravillas, que el tiempo es oro, y que hay que tener cuidado con aquellos que, sin atender a razones, solo quieren cortar cabezas; de La Bella y la Bestia, que la belleza, cómo no, está en el interior; y de Blancanieves, que hay que ser generosa con quien (o quienes) te alojan en tu casa cuando te encuentras en apuros.
Pero de ninguno de ellos aprendí que el fin de una mujer es esperar al príncipe azul, ni que una mujer necesita que un hombre la rescate, ni mucho menos que el beso final del príncipe a Blancanieves es un acto de agresión por no dar esta su consentimiento al estar dormida, como algunos han llegado a decir en estos últimos días. ¿Y saben por qué no aprendí de los cuentos ninguna de estas cosas? Porque he tenido unos padres que se encargaron de enseñarme a convertirme en una mujer independiente y formada, con sentido crítico. Y también me lo enseñaron los profesores, los libros, la pareja, y los buenos amigos. Y la vida, que es buena maestra. Y Cristo, otro que usó mucho los relatos para enseñar.
Es una pena que nos hayamos convertido en tan restrictivos y cerrados, y que encima lo estemos haciendo en pro del buenismo y la corrección. Los cuentos hay que leerlos en el contexto en el que fueron escritos, sujetos a una época y a unas costumbres concretas, a una mentalidad determinada. Es un error juzgar con los ojos de hoy lo que se hizo o se escribió en otros tiempos bajo otras premisas, pero sí es un acierto aprender que hubo otras formas de entender la vida y de contar historias. Quizás eso ayude a que, lo que no haya salido bien, se mejore.
Mientras tanto, esperemos no terminar como la sociedad que Ray Bradbury nos describió en su obra Fahrenheit 451, quemando libros y obligando a los amantes de la lectura a memorizar las grandes obras para no ser olvidadas. Menos mal que yo ya tengo algo de experiencia en eso de aprenderme de memoria cuentos. Por si hiciera falta.