Otro año más, parece que la sequía vuelve a aparecer en el calendario. Y esto sin contar con las altas temperaturas que están por llegar y probablemente más de un incontrolable incendio. Es el lenguaje de los elementos, que no sólo nos alerta de las consecuencias bien sabidas del cambio climático, sino que nos recuerda que hay una gran parte de la vida que no controlamos y que cada uno de nosotros, tanto en lo personal como en lo colectivo, estamos a merced de aspectos que ni logramos ni sabemos ni podemos controlar. Es, visto de otro modo, otra buena cura de humildad para un ser humano que cree saberlo todo.

Ante este escenario más que preocupante, hay dos aspectos que quizás se nos han pasado y que seguramente  conviene recordar. Aunque la estadística sea clara, ayuda no olvidar que el mal no va a durar eternamente. Es decir, a veces pensamos que lo malo siempre seguirá siendo malo, e irá peor, y así de forma exponencial. «Nunca llueve eternamente» se decía en la película de El Cuervo, y la Historia y la propia Biblia ha tratado de mostrarnos que la realidad es cíclica y el mal y el bien se van alternando, hasta la victoria final del bien. El futuro es bueno porque sencillamente viene de Dios. Y el catastrofismo es un síntoma claro de cierta pobreza espiritual. Dios no deja de sorprendernos.

Y sobre todo, que debemos aprender a vivir en la incertidumbre. Y es que nuestro mundo conformista y deseoso de seguridades patina de vez en cuando, pues ha  olvidado que debemos movernos en esta inseguridad constante, y es ahí donde nace la fe más auténtica, no sólo cuando las cosas van bien y sentimos que la vida nos sonríe. Llueva o no llueva, haga mucho frio o haga demasiado calor, Dios no nos abandona.

 

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