Pues sí. Algo de verdad tendría la canción cuando decía cambia, todo cambia. Basta repasar las portadas de los periódicos de esta semana para comprobar, con mayor tristeza o alegría –cada quién sabrá–, que la realidad se mueve tan rápido que a nuestro entendimiento le cuesta ponerse al día. Ocurre en lo serio, en lo superficial y, seguramente, en lo personal. En ocasiones incluso, las noticias son tan inesperadas que se nos clavan en el corazón y nos duele hasta la existencia. De la noche a la mañana, toda nuestra realidad se vuelve frágil y sentimos que nos hemos equivocado de época y que desde luego nada volverá a ser como antes.

Quizás la mayor tentación en la vivencia del tiempo es pensar que siempre será igual. Como si cada instante se congelase, pensamos que el ahora se perpetuará a lo largo del tiempo. Que nada cambia. Que lo personal, pero también lo institucional, lo político, lo deportivo, lo cultural o lo social será una constante sin variación. Si las cosas fluyen, pensamos que tenemos ADN de ganadores y nada ni nadie nos podrá detener. Nos comportamos como si el fracaso, la zozobra y las lágrimas fueran para otros porque nosotros hemos nacido con flor. Y si nos va mal, o la penumbra inunda todo, creemos que el mañana siempre será así. Nos llegamos a creer que vivimos en tiempos casi apocalípticos y que nos encontramos en el ocaso de una generación dorada donde todo apunta a un triste final y es conveniente aceptar que –como dicen en otra canción– cualquier tiempo pasado fue mejor.

El tiempo cambia. Sí. Pero es tan irregular que nunca podrá ser controlado ni determinado por nuestro espíritu nostálgico o entusiasta. Ya nos toque ganar o perder, el futuro no va a ser siempre radiante o desolador. Tendrá un poco de cada color. No se trata de caer en la falsa ingenuidad, sino pensar que la crisis –del tipo que sea– es también oportunidad de mejora y de crecimiento. El mañana, aunque se nos olvide constantemente, no depende solo de nosotros. La incertidumbre no puede impedirnos reconocer que el futuro –sencillamente por ser de Dios– es algo bueno. Por mucho que nos cueste creerlo, conviene recordarnos una y otra vez que –ahora toca película– nunca llueve eternamente.

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