Hace poco, por casualidad, lo prometo, vi un trocito de programa de las Islas de las Tentaciones. Horrorizado por la dinámica afectivo-sexual de las relaciones que ahí se presentan, sin filtro y casi sin valores, de ningún tipo, me hizo pensar en dos cosas: cómo el mal se adentra bajo capa de bien en nosotros y si queremos educar en pelear la tentación o en sucumbir a ella.
No hago spoiler del programa. La cosa consiste en hombres y mujeres emparejados que son tentados por otros hombres y mujeres. ¿Conseguirá seguir siendo fiel? ¿seré capaz con mis armas de mujer tentar para separar? ¿podré con mis atributos varoniles encarrilarla para atrapar? Entre tanta escena, rozando lo ordinario, pensaba yo cómo se cuelan dinámicas que nos hacen daño bajo el deseo y la atracción de entretener con vidas ajenas. Ver cómo se rompe un pareja es atractivo. Puedes pensar qué es un montaje. Y puede que lo sea. Pero nadie podrá negar que hay dinámicas que nos destruyen, en forma de tentaciones que se cuelan haciéndonos ver que todo es bueno y que te lo has ganado y te lo mereces. El discernimiento ignaciano precisamente es una herramienta que bien tendría cabida en esa isla y en muchas otras. Aprender a poner luz a lo que vivimos, a diagnosticar lo que sentimos por dentro y ponerle nombre, y a descubrir hacia donde nos lleva. No nos dejemos engañar, el mal siempre quiere hacernos mal. Por bonito que sea.
Mientras lo veía pensaba: si lo que queremos es dejarnos convencer por la tentación o pelear por ellas. Les llevaría esa isla un evangelio y les leería el episodio de las tentaciones de Jesús (Mt 4, 1-11). En la vida, hay que fortalecerse para no caer en la tentación. Hay que hacerse fuerte en aquello que, una vez discernido y sabiendo que nos puede hacer mal, no darle aire para que crezca ni sucumbir a la prueba. Hacernos más recios ante el mal. Quizás esta cuaresma sea un tiempo para aprender que si algo no es bueno, aunque lo parezca, es mucho más sano y más de Dios, no caer en la tentación.