La primera imagen de la tentación fue una manzana. Una fruta roja, recia, carnosa y brillante. Su aroma penetró hasta los tuétanos de nuestros ancestros. Ellos no se sabían desnudos hasta que probaron una piel frutal tan atractiva y madura que no les dejó ver lo viscoso del reptil que se la ofrecía. Luego llegaron el frío y la vergüenza.

Nos atrae la superficie de las cosas, justo aquello que brilla, aunque sea fugazmente y solucione nuestra hambre o nuestra sed. Creemos que con sólo un mordisco podemos saciar nuestras ansias de no ser uno más de la creación, de sentirnos diferentes, reconocidos y valorados. Tiempo después lo superficial sigue siéndolo y el reconocimiento, el abrazo, el aplauso o el beso muestra su rostro de plástico, o se consume, como muda su piel la serpiente.

La tentación va a estar siempre ahí, como manzana o como piedras que se convierten en pan; como aplauso buscado desde la cornisa del mundo o como rodilla que se dobla ante la promesa de un ídolo malvado. Siempre va a estar ahí, buscando mi hambre y mi sed, conociendo dónde piso, ofreciéndome novedad en el vergel y consuelo en las grietas de mis desiertos. Lo humano es ser tentado, lo de Dios lo puedes encontrar en tu interior.

 

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