«Un poco más tarde me ocupo de Éponine Étain, noventa y dos años. Anoche se cayó y se golpeó la cabeza con un mueble. Cuando uno es joven, a los muebles les chifla atraer a los meñiques de los pies. Cuando uno es viejo, la frente es una de las preferencias de las esquinas de los estantes.
La paciente está aterrorizada. ¿Por qué? Padece de sordera y ceguera bilaterales totales. Imagínese despertarse solo en un lugar desconocido, una habitación completamente a oscuras… Lo tocan, pero usted no sabe quién… Le hablan, pero usted no oye nada…
Retrocedo: ella está en la cama, yo estoy de pie; no sé qué hacer. ¿Tranquilizarla? No oye. Le grito a dos milímetros de la oreja y se queda absolutamente impasible. ¿Cogerla de la mano? No sabe quién soy. Está en una habitación donde la noche ha caído hace mucho tiempo… ¿Y mi mano desconocida va a coger la suya? No, imposible.
Mueve la cabeza de derecha a izquierda, el cuerpo también. Está inquieta.
¿Qué actitud adoptar?
De pronto, llaman tímidamente a la puerta. Es su esposo, un anciano elegante. La dama del batacazo está casada desde hace setenta y un años con este hombre tocado con sombrero.
Éponine, noventa y dos años, sordera y ceguera bilaterales totales, sonrisa de alegría, vuelve la cabeza hacia la puerta.
—¡Ah! ¡Estás aquí!
No puede verlo, no puede oírlo. Pero sabe quién es. Su presencia la tranquiliza, la alegra.
—¡Ah! ¡Estás aquí!— vuelve a decir.
Sin duda la frase más bonita de la mañana».
Baptiste Beaulieu, La vida no es tan grave