El ambiente está cargado. La habitación huele a una mezcla pesada de lejía, gel desinfectante, sudor y agua oxigenada. En el techo una luz eléctrica –inhóspita– crea una sensación de irrealidad (podrían ser las tres de la mañana o las dos de la tarde, daría igual). En el suelo una maraña de cables cruza la sala de un lado para otro. Pese al ajetreo de médicos y enfermeros apenas de oye nada. Los sanitarios no hablan –susurran– como si presenciasen una pesadilla, como si no fuese verdad lo que están viviendo.
En aquel lugar siete personas se aferran a la vida de forma desesperada. Intubados –casi desnudos–, sedados, con gestos en el rostro de dolor y cansancio. Cada uno de ellos con un nombre y una historia. La mayoría ancianos, pero también algún joven y varios de mediana edad. Cada cierto tiempo se forma un pequeño revuelo en torno a alguna cama. Inmediatamente después, el silencio. La muerte ha ganado la partida. Aquella persona desaparece convertida en simples datos para una estadística: iniciales, edad y un par de fechas. Una vida resumida en medio renglón hecho a ordenador.
Señor, este año no hay ni flores ni velas que ofrecerte. Como tampoco habrá nazarenos, saetas, nervios, espera. Desorientados y aturdidos, sin saber a dónde ir, este año te ofrecemos nuestra desesperación y nuestro dolor, nuestra frustración y nuestro cansancio. Porque sabemos que entre la vida y la muerte sólo cabes tú, Dios de sanos y enfermos.
No saldrás de tu iglesia, pero con tu cruz recorrerás todos los hospitales y todas las casas. Porque es en la cruz que abrazas –¿cómo puedes hacer eso?– donde cargas nuestra rabia y nuestro agotamiento.
Cometimos el error de preguntarte dónde te habías metido, sin darnos cuenta de que, desde siempre, estuviste en medio de nosotros. Nos equivocamos al buscarte sin saber que la búsqueda es ya un encuentro. Quizás no sepamos con certeza a donde vamos, pero sabemos, Señor del Gran Poder, que Tú vienes con nosotros.