El tercer nivel de madurez es la madurez con Dios. Probablemente sea el más difícil de describir porque la relación de cada persona con Dios es un misterio. Nadie sabe qué ocurre en el corazón de alguien que, en el silencio de su cuarto o de una capilla, hace oración. Aquí, al contrario de lo que sucede con nosotros mismos o con otros, tendemos a sentirnos muy inmaduros. Nos llamamos inmaduros porque a veces nos encontramos pidiendo cosas que pensamos que son absurdas, o porque nos acordamos de Dios sólo cuando lo necesitamos. Muchas veces buscamos un Dios que satisfaga nuestras necesidades y resuelva nuestros problemas, y si lo hace rápido, mejor. A veces nos gustaría tener todas las respuestas y la capacidad de resolver problemas. Pero quizás esa inmadurez con Dios sea síntoma, paradójicamente, de madurez.

Porque la persona madura se pone delante de Dios asumiendo que le sobrepasa y que es un Misterio. Que muchas de las circunstancias de la vida le desbordan y no entiende, que se ve muy limitado, lleno de defectos y siente que él sólo no puede con todo…Sin embargo, siente la certeza de que hay esperanza. Esperanza en que las cosas buenas de la vida son siempre mayores que las malas. Esperanza en que a pesar de los defectos que se puedan tener, la capacidad de hacer el bien es inmensa. Esperanza, en definitiva, en un Dios que triunfa sobre la muerte y el sufrimiento, y su Amor es infinito. 

 Y es desde esa fragilidad bien asumida acompañada de esperanza, cuando más vulnerable se presenta uno delante de Dios y se abre, de verdad, a Su Amor infinito. 

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