En un artículo reciente, el filósofo francés Michael Onfray escribía: “El mayor problema de la sociedad actual es el narcisismo. Delante de las pirámides de Luxor o del Coliseo romano, por ejemplo, he visto a gente con palos selfi haciendo innumerables muecas y posturas. El selfi no es otra cosa que la prueba de que el mundo existe. Es decir, la prueba de la existencia de la Fontana de Trevi soy yo mismo delante de la Fontana de Trevi. La foto no está ahí para mostrar una obra de arte, sino para demostrar que somos el centro del mundo y que las obras de arte son nuestro telón de fondo”.
Esta reflexión es, sin duda, interpelante, pero la batalla contra el ego, contra el auto centramiento, es una batalla antigua. Quizá tengamos que reconocer que nos acompaña desde siempre. Conozco a mucha gente que tiene en su despacho o cuelga en las redes una foto con el papa Francisco, pero en realidad lo que les importa no es el papa, sino que todo el mundo vea que ellos han estado con él.
En el libro de los Ejercicios Espirituales, san Ignacio habla de “vencerse a sí mismo” y de “salir del propio amor, querer e interés” como camino para no ser esclavo de uno mismo, ir ganando en libertad y poder vivir desde una alegría más profunda y duradera. Quizá por esto la espiritualidad siempre me ha parecido un territorio de frontera, que no es fácil, siempre actual y siempre apasionante. Es la frontera del yo, de la entretenida lucha contra uno mismo, que hace posible abrirse al Otro y a los otros. Los cristianos encontramos en Jesús de Nazaret, el “hombre para los demás”, el Maestro que orienta ese camino.