Cuando aún estábamos saliendo del estado de euforia navideña, de días de celebrar en familia y quitando poco a poco luces y decoraciones, el panorama internacional nos ha devuelto a la realidad, como suele ser habitual, con un golpe.

Las celebraciones de la Buena Noticia que supone el «Dios con nosotros» de la Navidad, el festejo de ser parte de una familia universal, se acaban con la triste noticia del incremento de las hostilidades entre los ejércitos de Estados Unidos e Irán. O lo que es lo mismo, con la obstinación de ciertos dirigentes por dividir una humanidad ya bastante rota.

En este clima de tensión, el Presidente Trump ha amenazado con unirse a la lista de destructores de patrimonio y cultura universal, como han sido el régimen talibán o el Isis.

Los ataques al patrimonio cultural suponen mucho más que la destrucción de ladrillos, maderas talladas o azulejos decorados. No tenemos más que recordar el sentimiento de desazón de ciudadanos de todo mundo tras la quema de una parte de la catedral de Notre Dame de París. Por eso, varias convenciones y protocolos internacionales e incluso el Derecho Internacional Humanitario, observan entre las «leyes de la guerra», una norma mínima de protección y respeto de la propiedad cultural. Sin embargo, es de esperar que Trump desoiga y desobedezca estas reglas, probablemente, desconociendo las consecuencias de su amenaza; presumiblemente, ignorando la riqueza de una civilización de más de 5.000 años, como es la persa.

El patrimonio amenazado en Irán cuenta con más de veinte lugares declarados Patrimonio de la Humanidad. Entre ellos, joyas arquitectónicas (como la mezquita Shah Cheragh), tesoros arqueológicos (como Persépolis) o lugares de culto y unidad religiosa (como la tumba del profeta David). El riesgo de perder estos monumentos es el de perder un poco de humanidad. Porque con la pérdida de lugares históricos y patrimonio cultural, perdemos todos y todas. Perdemos arquitectura, perdemos riqueza, perdemos historia y, sobre todo, perdemos identidad.

¿Cómo saber hacia dónde vamos, si no podemos reconocer de dónde venimos?

Esta intimidación es, pues, una afrenta a nuestros orígenes; a lo que tenemos en común, que debería unirnos y no separarnos. Y renunciar a patrimonio cultural por intereses económicos (que, al final, es lo único que hay detrás de estos ataques), supone renunciar a un poquito de cada una y cada uno de nosotros.

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